Escrito para REVISTA COLOFON
https://revistacolofon.com.ar/author/orlandoesposito/
Herman Melville, el éxito de un fracaso y la expiación de sus pecados a través de una diabólica obsesión llamada Moby Dick. Una lectura de Orlando Espósito, retrato de Julián Bejarano e ilustraciones de María Lublin.
Hoy
1º de agosto de 2021, se cumplen 202 años del nacimiento de uno de los más
grandes escritores fracasados. En 1819, en Nueva York, nacía Herman Melville,
de un padre brutal, violento y, tal vez, abusador y una madre que profesaba la
rígida religión calvinista. Lo acunaron el pecado, los golpes, la represión y
la culpa.
La
vida, sus obras, pueden ser consultadas en la red.
Hablaremos
del hombre y de Moby Dick. Quiero hablar del hombre que fue capaz de escribir
la novela que después de su muerte se erigió como piedra basal de la literatura
del siglo XX. Imagino a Joyce, a Orwell, a Céline, a Hemingway, a Faulkner, a
todos, leyendo esta obra, pensando en el hombre capaz de semejante portento.
Un
hombre violento como su padre, tal vez abusador, de carácter agrio, mordaz,
burlón, fracasado, recio bebedor.
Su
primer hijo, Malcolm, se suicidó a los dieciocho años en la casa familiar (lo
descubre el padre, Herman Melville después de derribar la puerta del dormitorio
donde se había disparado un tiro en la sien).
El
otro hijo, Stanwic desaparece después de abandonar la casa familiar siendo
joven. Otra hija, Frances muere antes de cumplir treinta años.
¡Ahí
sopla, ahí sopla! ¡Una joroba como un monte nevado! ¡Es Moby Dick!
¿La
novela es una alegoría de la lucha entre el bien y el mal?
Ahab,
el capitán del Pequod al que Moby Dick había arrancado una pierna, está
obsesionado con vengarse. El cachalote no es el mal, no es el Diablo como se ha
dicho muchas veces, tampoco la fuerza ciega de la naturaleza. Es el propio
Melville. Es él mismo el objeto de su odio. No busca justicia. Es la culpa, el
pecado, y lo que busca, en rigor, es su propia muerte, su última esperanza es
dejar de ser lo que es.
Ismael es el narrador. Lo necesita para que sea la voz del relato. Este joven se embarca sumido en la melancolía y la depresión, para no meterse un tiro en la sien. La novela empieza así:
Llamadme Ismael.
(…) cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que
me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes (…) entiendo que
es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de
la pistola y la bala.
Grita
Stubb en el capítulo 134 refiriéndose a Ahab:
—El
loco diablo en persona va tras de ti.
En
el capítulo siguiente, el que grita es otro
oficial, Starbuck:
¡Ah,
Ahab!, no es demasiado tarde (…) para desistir! ¡Mira! Moby Dick no te busca.
¡Eres tú, eres tú el que locamente la buscas!
El capítulo 66, relata el ataque de los tiburones a una ballena amarrada a la borda del Pequod. Los marineros defienden la pesca golpeando con azadas marineras las cabezas y vientres de los escualos. Alrededor de la captura hay un mar plagado de tiburones que sangran por sus cráneos y panzas, tripas y sesos. Creo que en este capítulo Melville muestra lo que él mismo pensaba de sí mismo.
La matanza de los tiburones
Cruelmente se daban mordiscos no sólo unos a otros, a las tripas que se les
salían sino que, como arcos flexibles, se doblaban para morderse sus propias
tripas, hasta que esas entrañas parecían tragadas una vez y otra por la misma
boca para ser evacuadas a su vez por la herida abierta.
En el capítulo 65 vemos una escena similar. Algo más suave pero con el mismo giro.
Uno
de los oficiales, Stubb, comía un trozo de ballena a la luz de una lámpara
alimentada con aceite de la misma.
La ballena como plato
Que el hombre mortal se alimente de la criatura que alimenta su lámpara y (…)
se la coma a su propia luz (…) parece una cosa tan extraña que por fuerza uno
debe meterse un poco en su historia y su filosofía.
Y
reflexiona Ismael:
¿Caníbales?,
¿quién no es caníbal?
En el capítulo 23, Ismael habla del peligro de la costa que parece amiga pero oculta los arrecifes, la restinga, los bancos de arena que destruirían a una nave. El peligro está en el hogar.
«La
costa a Sotavento
(…) este capítulo de seis pulgadas es la tumba sin lápida de Bulkington. He de
decir sólo que su suerte era como la de un barco agitado por las tormentas, que
avanza miserablemente a lo largo de la costa a sotavento. El puerto le daría
socorro de buena gana; el puerto es compasivo; en el puerto hay seguridad,
consuelo, hogar encendido, cena, mantas calientes, amigos, todo lo que es benigno
para nuestra condición mortal. Pero en esa galerna, el puerto y la tierra son
el más terrible peligro para el barco: debe rehuir toda hospitalidad; un toque
de la tierra aunque sólo arañara la quilla, le haría estremecerse entero.»
Cap. 135 – La caza. Tercer día.
Es
el tercer día que bajan las lanchas para cazar a Moby Dick. La persiguen. De
pronto emerge con varios arpones clavados, pájaros marino que picotean sus
heridas, envuelta en una enredo de sogas y estachas. Salto prodigioso que
levanta una neblina de espuma y…
(…)
la ballena se apartó (…) y al volverse mostró un costado entero (…) en ese
momento se elevó un vivo grito. Atado con varias cuerdas al lomo del pez,
amarrado en las vueltas y vueltas con que, durante la pasada noche, la ballena
había enrollado los enredos de los cables a su alrededor se veía el cuerpo
medio destrozado del Parsi, con su oscuro ropaje hecho jirones y sus ojos
distendidos volviéndose de lleno hacia Ahab.
La
única lancha arponera que queda de las tres está rodeada de tiburones que
atacan los remos y la embisten. Ahab grita:
(…)
al fin lucho contigo; desde el corazón del infierno te hiero; por odio te
escupo mi último aliento.
Clava
el arpón. La estacha vuela, se enrosca en el cuello de Ahab y cuando Moby Dick
se hunde, lo arrastra a las profundidades. Nada queda del Pequod ni de las
arponeras. Los tripulantes son tragados por el vórtice que genera el barco al
hundirse. Sólo uno se salva.
El único sobreviviente del Pequod, ese joven de edad imprecisa que inicia el relato, salva su vida dentro de un ataúd que flota en el mar, único resto del naufragio, rodeado de tiburones y halcones marinos que no lo atacan.
Y yo sólo escapé para contártelo.
(…) Al segundo día, un barco se acercó, y por fin me recogió. Era el Raquel, de rumbo errante que, retrocediendo en busca de sus
hijos perdidos, encontró sólo otro huérfano.
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