I
Dónde andarás cuando no estás presente.
Tus ojos refulgen.
Hace un segundo sentí que tu cuerpo huía a regiones que me
están vedadas. Aunque no me resigno, comprendo que ese fulgor no se repliega
porque no le es propio a tus ojos. Es un brillo ajeno, como una coraza, libre
de todo gobierno y así permanece.
La Luna lo tiene, igual que Venus. Uno se inclina a pensar
que no es posible que esa luz azul no sea más que un reflejo.
Ceder a la falsía no es menos doloroso que matar la
ilusión.
Estás aquí, puedo tocarte.
A mi lado están tu piel y tu carne pero sin fuego. Los irriga una sangre
congelada que devora nuestro calor. Y pierdo el habla. No puedo reclamar,
obligado por el juramento que me hice de no exigirte nunca nada.
Quedo pendiente de que ocurra tu regreso.
II
Soy una nave en dique seco, con el casco expuesto, lista
para navegar. Navaja de las aguas presa de puntales que la mantienen inmóvil,
sin destino.
Baja la noche sobre la costa.
Arriba, en lo alto del barranco, se enciende una ventana.
Donde debiera estar el horizonte -acaso perdido para
siempre- hay guiños de luces.
Todavía quedan huellas de pisadas en la playa, condenadas
por la marea que avanza.
La espuma se debate entre el aire y la arena, mientras
cuñas de quebracho aprietan el hierro contra las costillas y crujen las
cuadernas. Hay olor a brea pintura aserrín estopa.
Aún resuenan golpes
de martillos y hachuelas, solo un eco vencido por el silencio que va haciéndose
dueño del lugar.
No hay puerto que no pueda alcanzar. Conservo la arboladura
intacta para afirmar el velamen con hambre de viento. Pero estos postes de acero que se
clavan contra mis costados me sujetan.
Estoy en tierra. Soy un pájaro fuera del aire que bate las
alas en el vacío.
Veo el destello en tus pupilas y
espero que regreses.
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