lunes, 7 de julio de 2025

Lluvia de muerte

Maldita esquina. No me gusta nada estar acá, pero Alberto insiste en hacer el cambio de turno justo aquí porque le queda cerca del tren. No me gusta porque me recuerda un incidente que presencié durante la pandemia, hace varios años. Bastante antes de que todo se fuera a la mierda. Yo estaba parado acá mismo. Barbijo, guantes de látex y máscara de acrílico, de todo tenía. Hasta cargaba un frasco de alcohol en gel por cualquier cosa. De pronto oigo una voz: 

—¡Vecino! —gritan—. ¡Vecino, aquí! ¡Arriba! —Miro y veo a uno asomado en el segundo piso que forcejea tratando de hacer pasar por la baranda del balcón un bulto grande envuelto en una tela blanca. 

—¡Guarda que lo tiro! Me aparté. —¡Ahí va!—. 

Y dio un último empujón para hacer caer algo que, a medida que caía –porque vi asomar un manojo de pelos por una punta, y un par de pies con chinelas por la otra–, me di cuenta de que era un cuerpo cubierto por una sábana. Cayó de punta contra la vereda. Se estrelló con un crujido seco de huesos rotos cuando se partió el cráneo, un ruido imposible de olvidar que me visita a menudo por las noches. Del rollo de tela blanca surgió el rostro de una mujer con la boca abierta como si quisiera gritar. Y todavía, vi que volaba una chinela para ir a caer en la zanja.

—¡Guarda! ¡Aléjese que tiene el bicho! Ahora bajo. 

Corrí hacia la esquina. Una voz que parecía venir del Faro del Fin del Mundo susurraba dentro de mi cabeza que eso era el cadáver de una mujer. Otra madre muerta; pronto iba a salir el hijo tajeado por la tristeza y la desesperación. Tuve un impulso, pero no hice caso y me aparté hasta la esquina. Contagio mata compasión, cada uno con su mambo. Oí golpear una puerta. El que había tirado a la madre salió del edificio llorando, gritando, aullando como un lobo agarrado por una trampa. Tropezaba y se apoyaba en un bidón de plástico mientras se desgañitaba pidiendo perdón. La mano libre golpeaba su pecho como si quisiera hundir los dedos para arrancar el corazón ahí nomás. 

—¡Madre, vieja, no puedo dejarte así! Perdón, vieja, te quiero —gemía mientras la rociaba con un líquido. 

Me envolvió el olor de la nafta y el gasoil. ¿Estaría por quemar a la madre? Raspó un fósforo y lo arrojó al bulto. Yo ahí, en la esquina, quieto, intentando que no me viera para dejarlo que terminara con esa ceremonia propia de alguien que estuviera de viaje por la estratósfera. El fósforo se apagó. Buscó en la cajita mientras puteaba:

—¡Me cago en dios! —raspó el fósforo y lo arrimó despacio. ¡Ffff! El tipo dio un salto hacia atrás cuando las llamas se adueñaron del bulto. Se levantó una columna de humo que cargó el aire con un tufo peor que el que sale de la chimenea de un crematorio. Trapo y carne quemados. El hombre vio que lo miraba, abrió los brazos en un gesto desafiante y me espetó: 

—¿Qué mirás, boludo? ¡Es mi vieja! ¡dios! Hace tres días que reventó. Me cansé de llamar pero nada. ¡Hijos de remil putas! No vinieron. ¿Qué podía hacer? No la iba a dejar así para que se la coman los caranchos. Me jodieron. Seguro que ya me agarré la peste. Me jodieron. ¡Qué país de mierda! 

No supe qué contestar. Ninguna palabra serviría. Cuando sale barraca lo único que queda es redoblar la apuesta o levantarse de la mesa y olvidarse de los dados. El pobre tipo temblaba como si le hubieran dado con una Taser. Se pasó el dorso de la mano por la frente pintando un trazo de hollín que cruzaba de lado a lado. Me dio por pensar que, por más que lo intentara, nunca se iba a poder librar de esa mancha. El garguero me reclamó un trago con urgencia, pero no había nada que hacer. 


II 

No sé qué fue del hijo. Tal vez se esté pudriendo en el departamento del segundo piso. El bulto a medio quemar estuvo ahí durante varios días hasta que se lo llevó un camión de los que juntan basura. Ratas y caranchos se disputaban lo poco que quedaba. Alberto aceptó que hiciéramos el relevo una cuadra más allá por un tiempo. Fue un tiempo corto. En cuanto vio que ya no quedaba nada de la fogata pidió que volviéramos al lugar de siempre. Borges y Santa Fe, pleno Palermo. Nunca nos habríamos imaginado que ese iba a ser nuestro punto de encuentro. Plaza Italia, el Botánico, miles de personas yendo de aquí para allá, comprando, paseando. Ahora no andaba nadie. Pero, si te llegabas a cruzar con alguien ¡cuidado! Una de dos: o te mendiga, o te roba Tengo un recuerdo borroso. Camino entre mi madre y mi padre: me llevan de las manos. Veo globos, flores, copos de azúcar. Fue una vez que me trajeron al zoológico. Había unas focas que hacían un show. Las veo aplaudiendo, a ellas, a las focas. Los tres reímos. Entramos a una confitería. Mis padres toman café mientras miran cómo doy cuenta de un helado de frutilla y chocolate. Sonríen. Maldita esquina. Nos quedaba bien a los dos. Era justo la mitad del recorrido. Habíamos trabajado en turnos de doce horas durante la pandemia. Íbamos con el camión al campo de descarte, pocos kilómetros antes de la ciudad de Campana. Allí lo cargaban con las palas mecánicas y salíamos de raje para los hornos, en la RN 2, cerca de Etcheverry. Ir y venir, ir y venir, así todo el turno. El Scania siempre al borde del colapso: el tren delantero con el mal de San Vito y el motor que no paraba de tragar aceite. El camión amarillo. Si alguien nos preguntaba en qué trabajábamos decíamos cualquier cosa. ¿Qué íbamos a decir? No sé, no quiero saber la cantidad de viajes que hice, que hicimos. Siempre con la ropa sanitaria, el barbijo, la máscara, los guantes. No eran tiempos para andar juntándose con otros pero, con ese laburo, nadie hubiera siquiera pensado en darse un abrazo conmigo. Pandemia de mierda. Si venía alguien caminando en sentido contrario por la misma vereda, te cruzabas. Te cruzabas vos o se cruzaba él. Tremendo. Hasta ese punto llegamos. Andar solo, comer, desayunar, dormir solo. No, no está bien eso de solo. Solo no: aislado. Cuando funcionaban los teléfonos, si tenías crédito, en una de esas llamabas a alguien. Un amigo, una amiga de la que tenías buenos recuerdos, alguna encamada de aquellas. ¡Hola, qué tal!, pero la charla ya estaba muerta desde antes de que empezara. Un día terminó. La dieron por terminada. Los contagios fueron mermando y la peste se extinguió como un globo que se desinfla. Muchos murieron y eso mismo fue lo que la mató. Algunos periodistas y otros, de esos que se las dan de saberlo todo sólo porque tienen una cámara y un micrófono, decían que después de la pandemia íbamos a salir mejores, más solidarios. ¿Más solidarios? ¡Qué boludez! Salimos diez, cien veces más jodidos, más miserables. Uno contra todos y todos contra todos. Una vez le toqué diez bocinazos a dos hijos de puta que le estaban robando la manta a una vieja que estaba guarecida bajo el alero de un edificio. Frené y agarré el garrote que llevamos por si las moscas. Estuve a punto de bajar, pero ya venía demorado por una manifestación en el Cruce Varela, así que lo pensé mejor y seguí viaje. Igual, ¿qué arreglás metiéndote? Por jugártela corrés el riesgo de que te caguen a palos. Se acabaron los muertos y volvieron a tallar los políticos. Volvieron, claro, porque durante la pandemia habían desaparecido. Viajaban de incógnito a Miami para darse la vacuna que, según decían, era la más efectiva. No le daban tiempo al avión para que aterrizara; corrían a encerrarse en los barrios privados, bien cerrados. Mientras tanto, alrededor de ese lujo crecían como hongos las villas de casas de cartón y bolsas plásticas. Los pibes que ni llegaban a una comida por día, las pibas madres, los hombres pibes. Las mujeres iban a limpiar la mierda de las mansiones, los hombres a cortar el césped, o a cortar gargantas, si no quedaba otra. A medida que bajaba la peste, bajaba el laburo. Temblábamos pensando que nos iban a despedir en cualquier momento. Laburo de mierda, repugnante, pero mejor que nada. Mejor que tener que hacer la cola detrás de cientos de tipos al rayo del sol o bajo la lluvia, para implorar por un trabajo. Nuestra paga era una mierda, apenas si alcanzaba para subsistir, pero sentíamos cierta seguridad por los años que llevábamos en la empresa. Una de las pocas veces que conversamos unos minutos durante el relevo, me dio por decir algo. 

—Será una porquería este trabajo, pero mejor que nada es, ¿no? 

—¡Ni hablar! 

—¿Y tu mujer? 

—Elizabeth consiguió en una de las casas del country. 

—Bueno, que suerte. 

—¿Suerte? Tiene que estar todos los días a las seis para preparar el desayuno de los patrones. Desde la entrada hasta la casa tiene que hacer a pata casi cinco kilómetros. 

—¡Qué! 

—Y la revisan cuando entra y cuando sale. Se deben hacer la fiesta los guardias. 

—No te quejés, Alberto. Por lo menos tiene laburo.

—Por dos pesos, sí. Todo por dos pesos. 

III 

Llegó el tiempo de las elecciones. ¿Hay algo como un hálito de esperanza en vísperas de una elección? Esta vez, la gente sintió que ese soplo provenía de un pozo ciego recién destapado. Ganó el delirante ese que habla con un perro muerto y pretende ser un nuevo Moisés. Peor que agarrarse una peste es enamorarse del verdugo. Vino un período durante el que se abatió la desgracia. Una bandada de miles de cuervos se posó sobre la Argentina. No sé cómo pasó, pero la gente empezó a dar hurras y a festejar cuando algo perjudicaba a otros. Aplaudían los despidos, la reducción de los salarios, la quita de derechos. ¿Qué pensarían, que a ellos no les podía tocar algo así? ¿Nunca? Una mañana estaba en la guardia del hospital esperando que me atendieran. Desde un televisor encendido en un rincón, el loco de la kipá, motosierra en mano, decía: «Esperemos que los senadores no apoyen esta demagogia populista. De cualquier forma, nuestro compromiso es vetar cualquier cosa que atente contra el déficit». Rugía que iba a vetar un aumento del siete por ciento a las jubilaciones votado por los diputados. Una cifra que alcanzaría con suerte a poco más de un kilo de carnes. Para mi sorpresa, una anciana que estaba sentada a mi lado, cubierta por un tapado que debía de haber heredado de la bisabuela, exclamó en voz alta:

—¡Así se habla! No hay que aflojar ahora, después de tanto sacrificio.

—¿Le parece, abuela? Gastan millones de dólares en armas para reprimir a los jubilados, pero no pueden darles veinte mil pesos de aumento —dije tratando de que el tono de mi voz sonara lo más amable posible.

—Me parece. Sí. Y no soy tu abuela. 


IV 

Espero al camión en la puta esquina. Miro la copa de una araucaria detrás de la reja del Botánico. Hay mucha gente ahí adentro, ahora. Aprovecharon la tierra para hacer una quinta. Tomates, papas, cebolla. Llega Alberto. Se baja contento. Me muestra una bolsa de alimento que lleva impresa la cara sonriente de un ovejero alemán.

—¿Qué, tenés un perro ahora?

—¿Perro, estás loco? Tengo una vecina que hace un guiso con esto. Algo como un pastel de papa, pero sin carne. Proteína, dice. 

Cobré la semana y voy a comer un potage de lentejas a una fonda que un okupa armó donde antes estaba la sanguchería Subway. No sé bien qué le pone, pero le sale sabroso y no me arranca la cabeza. Entra el panadero de la esquina de Uriarte. Elige una mesa, se sienta y pide lo mismo. Lo conozco. Acostumbraba ir a comprar un sánguche de salame y queso cada tanto. Antes, claro, hace bastante tiempo. Me saluda moviendo la cabeza:

—¿Qué tal, cómo andás? —digo. Deja la cuchara dentro del plato y me mira.

—¿Cómo ando? ¿En serio preguntás cómo ando? Tuve que cerrar porque ya no había harina. Un buen día, se metió una banda de maleantes en el local que me desalojó a los golpes. ¿Y me preguntás cómo ando? Ahora yo te pregunto a vos: ¿cómo andás? Decime: ¿cómo andás, eh? 

Me resulta difícil de explicar. No es lo mío. El mismo loco de mierda volvió a ganar las elecciones. Sacaron por decreto que el voto ya no era obligatorio y armaron una boleta única bastante compleja, para confundir a la gente. La opo protestó, pero no hubo caso. Se agrandaron y se pusieron bravos. La violencia, la burla y el saqueo se multiplicaron. Una nube de langostas al borde de la muerte por desnutrición se abatió sobre el país para chuparle la savia y secarlo. Los del campo, la megaminería, las industrias, los bancos, todos vampiros con una sed de sangre como si hubieran estado cien años a pan y agua. Pasaron muchas cosas. Los alimentos y los servicios aumentaron. Viajar en subte subió hasta un dólar veinte y sigue para arriba, aunque ya no se detiene en algunas estaciones y las escaleras mecánicas están todas tracción a sangre. Cerraron las universidades, los hospitales, las escuelas técnicas. Cerraron las panaderías, las tiendas de ropa, las farmacias. Mientras tanto, ves por todos lados grúas pluma levantando complejos de hiper lujo. Casi a diario se oyen cuatro o cinco explosiones. Las usan para reducir a escombros los edificios viejos. Voltean de a tres o cuatro manzanas juntas. Después vienen las topadoras a levantar la basura y arranca la construcción. Pregunto: ¿a quién pensarán vender tanta cosa? Fue de a poco, igual que la peste, esta malaria llegó de a poco y en silencio. Bueno, no tan en silencio. Los funcionarios no paraban de decir que todo iba genial. El presidente dijo en televisión: «la economía va para arriba, como pedo de buzo». Tal cual, ¿eh? No le agrego ni le quito nada. El loco habla siempre así. La diferencia con la pandemia está en que este carnaval llegó para quedarse, parece. Ahí veo venir el camión. Llega por el otro lado, no desde el bajo.

—Vas a tener que agarrar por Las Heras —dice Alberto—. Hay un bloqueo por una manifestación en Callao, no dejan laburar estos pelotudos. 

¿Pensará que está mal protestar porque te dejaron sin trabajo? ¿Aunque la soga venga con mierda, tenemos que tirar hasta con los dientes? No digo nada. Subo y ajusto el asiento. El motor del Scania, que regula en baja, genera una falsa sensación de tranquilidad, pero basta con mirar el tablero para hundirse en la mierda. En la penumbra de la cabina, parpadean las luces rojas de nivel de aceite, temperatura y otras dos que no tengo idea de qué carajo están avisando. Salgo, doblo en redondo y busco Las Heras. La aguja del agua sube hasta la mierda. Tengo que rellenar el radiador. Paro, busco en los bidones detrás del asiento: vacíos. ¡Qué lo re parió al Alberto! Me dejó sin agua. Arranco. Si me quedo parado, los fierros se ponen al rojo vivo, es peligroso. Voy despacio, algo de aire, por lo menos, para que no se me vaya a fundir. Paro frente al hospital Rivadavia. Agarro dos bidones y corro como si me persiguiera un perro rabioso. Entro. Encuentro una canilla. Nada. No tiene agua. Voy al jardín. Hay unos ñatos cuidando una quinta.

—¡Agua! El camión se me funde. 

—¡Allá, aquella tiene! —grita un muchacho puro hueso y cabeza, con pinta de estar recién escapado de la morgue. Lleno los dos. Abro el capot. Abro la tapa. Sale un chorro que parece la estela de un cohete iraní. Echo un poco, no vaya a ser que se raje el block. Más agua. Se hace vapor en el acto. No sé cómo no se fundió. Le mando hasta que rebalsa. Vuelvo al jardín del hospital para llevarlos llenos. Me topo con un hombre de guardapolvo. Sucio, manchado, le queda poco de blanco. Veo que respira entre espasmos, como dominado por la angustia. «Dr. Jacinto De la Fuente». tiene bordado en el bolsillo.

—¿Qué le pasa? ¿Necesita ayuda? —y ya me estoy arrepintiendo. No me sale el papel de carmelita descalza. No me tendría que haber metido. ¡Qué pelotudo!

—Los pibes…

—¡Qué pasa con los pibes!

—Clausuraron el hospital. Se lo dieron a los privados.

—Bueno, en una de esas es para mejor.

—No dejaron sin vacunas para cumplir con el programa. La virulencia es mayor ahora por el aislamiento. Tengo las salas repletas de chicos con sarampión, con tos convulsa, meningitis. 

Lo dejo. Me aparto. Doy un par de pasos hacia el camión, todavía me siento como obligado. ¡A la mierda con los pibes! Doy tres o cuatro zancadas, trepo a la cabina y ya estoy cerrando la puerta de un golpe. Arranco. Todo parece normal. La luz del agua se apagó. Quedan las otras, pero no les hago caso. Pongo primera y salgo. Hay que recorrer unos cuantos kilómetros para llegar al campo. Voy con el corazón entre las manos, como si fuera una paloma con un ala rota. Todo atado con alambre. ¿Cómo llegamos a esto? ¿Qué nos empuja a caminar haciendo equilibrio por el borde del acantilado? Siempre que pueda, siempre que el motor no reviente, siempre que no me paren antes, siempre que todo. El mundo está dado vuelta patas para arriba. San Juan y Mendoza se declararon país independiente, Misiones forma parte de Brasil, los yanquis compraron Tierra del Fuego; un consorcio internacional puso una barrera al sur del río Colorado y proclamó la República Patagonia Libre, mientras que nuestra joya, la pampa húmeda está en venta. Hay que recorrer unos setenta kilómetros desde el punto de relevo. En tiempos idos ese trayecto demandaba poco más de una hora. Pero ya nada es igual. Hay que esquivar las ollas populares, las filas de familias esperando comida en las iglesias, las manifestaciones de obreros despedidos, los camiones hidrantes de la policía. A cada paso un corte, una barricada. Árboles cruzados derribados por la gente para hacer leña. Las ciudades sin gas, sin luz, sin agua. Los edificios no son más que cáscaras huecas repletas de gente y basura. Incendios aquí y allá. ¿Qué pasa con el fuego? La gente de guita emigró a los barrios cerrados. La policía y la gendarmería rodean esos guetos formando un cerco de gas lacrimógeno y plomo que sólo un loco intentaría pasar. Fronteras internas, el poder y la gloria. «Las fuerzas del Cielo». El camión amarillo era conocido de cuando llevábamos los muertos de la peste. Inspira cierta mezcla de asco y miedo que nos protege. Pero nunca hice dos viajes iguales. Ya no hay tanta gente ni tantos autos. Millones emigraron, los que pudieron. Desaparecieron todos los latinoamericanos, los de las provincias huyeron de vuelta a sus orígenes. Vendieron a precio vil autos y casas para pagar los pasajes y rajar. Acelero, no quiero que me paren. Nunca se sabe. En la esquina de Pueyrredón hay un retén armado por tipos vestidos de policía. Igual, aunque fueran de verdad policías, no pararía. Volanteo y amago a tirarles el camión encima. Saltan hacia la vereda dejándome libre la calle. No hay muchos vehículos. Todo se fue al carajo. Vidrieras rotas, cortinas metálicas arrancadas, saqueos, humo. El motor ruge con mil ruidos de metales sueltos como si un loco estuviera sacudiendo una lata llena de bulones. No creo que aguante los cuatro viajes que me faltan. Todo mal, sí. Malditos payasos, y malditos todos nosotros. Paso pitando por las esquinas. Acelero. Hay una concentración frente a la iglesia de Constitución. Una multitud aporrea y reclama que abran las puertas para que les den un plato de sopa. Ya nadie le pide perdón a dios, ahora se le reclama comida. Subo a la autopista. Piso el pedal a fondo. Acelero. Por suerte, para Alberto y para mí, seguimos teniendo trabajo. Empezaron a construir varios pabellones del tamaño de un par de canchas de fútbol. Dio la casualidad que fue justo en un predio vecino a los galpones donde íbamos antes. El mismo camión amarillo pero ahora, lo que llevamos son materiales para la construcción. Una ventaja: como no hay que lavar el camión metemos un viaje más cada uno. Volvemos a hacer el cambio de turno en la misma esquina de mierda. Bueno, más o menos de mierda. A mí me viene bien porque estoy a pasos de la pensión, y a Alberto, le resulta conveniente porque está a un par de cuadras de la estación de tren. La única línea de ferrocarril que todavía funciona: de Retiro a la Concha de la Lora. Claro que tenemos que tener cuidado, sobre todo cuando el cambio de turno es de noche. Si te descuidás te rodea una pandilla de diez pendejos con los sesos reventados de tanto paco y te hacen boleta para sacarte unas monedas. Algo muy de los pibes de ahora, que se conoce como «robo piraña». Ocho o diez mocosos te rodean. Ni siquiera tienen un fierro. Te pinchan con una navaja o un tenedor, con lo que tengan a mano; te cortan, te dan con un martillo o con una tenaza, patadas y trompadas. Mientras te la dan, te meten la mano en los bolsillos, se llevan la mochila, la cartera. Un día Alberto dijo que no era seguro estar ahí parados esperando el relevo:

—Te la ponen por nada, te la ponen. Te sacan un ojo, te cortan la lengua o el cogote. Mocosos de mierda. 

—¿Qué hacemos?

—No sé. Por lo menos pongamos por ahí un par de barretas. En aquel zaguán vi una moldura en la que podríamos esconder una. Y la otra, no sé. Busquemos dónde. 

Conseguimos dos palancas bien pesadas. A una le sacamos punta con una amoladora que nos prestaron en el taller. No queda otra que estar preparados para todo. Así está el país. De día: quinientos mil efectivos armados hasta los dientes para reprimir cualquier protesta de la población. De noche: los zombies de la droga, las pirañas; el gobierno paralelo manejado por los narcos, y ya se sabe que las paralelas no se tocan. Entraron por las villas. Primero la regalan o la venden por dos pesos. Saben que el paco te hace adicto por asalto. Una sola vez alcanza. Te tirás en el catre, le das a la pipa y te olvidás de todo. Después, un rato bien corto después, necesitás otro saque. Pero el dealer ya no te fía, y ahora el preció subió. Entonces salís dispuesto a todo, como sea, con lo que tengas o con los dientes. Salen, sí. Como hormigas, como moscas, los pibes de las villas. Los pibes y los padres que los mandan. También salen los señores respetables de antes: los sociólogos y los profesores. Todos contra todos. Comer o ser comido. Mientras tanto, el loco de la kipá sale besuqueando a vedettes para hacerse el macho pistola. Claro que no las besa: les chupa el mentón nomás, porque no son las pechugonas lo que le gusta. Un sainete. Termino mi turno. Me bajo del camión y la veo. Viene desde Gurruchaga para Borges. Camina hacia mí. La vi cuando estaba por la mitad de la cuadra. Camina como si fuera abriendo una zanja en la vereda. Un destructor navegando entre la mugre de la avenida. La miro y flasheo que ella también me mira. Siento algo que creía tener olvidado: el cosquilleo de la calentura. El desequilibrio que provoca una hembra que se te acerca taconeando. Me envolvió desde lejos con su olor a almizcle. En ese momento pensé que estábamos nosotros dos solos en el barrio muerto. Estar con una hembra: piel y saliva, sudor, olores. Me decido a encararla. Morocha, bien armada. Me hace sentir como un beduino que ve un oasis. Doy un paso en su dirección. Veo a tres pendejos agazapados preparados para sorprenderla. Busco la barreta en la moldura. Se siente bien, es pesada. La mujer avanza despreocupada, no hay un alma en la avenida, sólo me ve a mí cruzando la bocacalle. Brilla una navaja en la mano de uno de los piraña. Otro, espía el andar de la víctima agachado, casi al ras de la vereda. Alcanzo a ver otro reflejo, aunque no sé qué es. ¿Una manopla, un cuchillo? La mujer se detiene. Duda. ¿Habrá escuchado un ruido? ¿Habrá visto algo? Le hago señas para que retroceda, pero no me mira a mí. Tiene los ojos clavados en la ochava. El que espiaba se incorpora y da un grito:

—¡Vamo ya, vamo a darle! 

Ese grito me hace saltar con el hierro en alto, listo para pegar. La mujer busca algo en la cartera. Los tres piraña se frenan. Esperan para ver si está armada. Se abren. Uno va pegado a la pared. El de la navaja va por el medio. El otro, por el cordón, como para agarrarla por detrás. Pero dudan, quieren ver qué saca. Ese segundo me alcanza para llegar hasta el más grande, el que había visto sacar la navaja. Me oye llegar y empieza a darse vuelta.

—¡Guarda! —grita. 

Pero le descargo un golpe en el brazo. Le pego como si con el golpe tuviera que desmayar a un toro. ¡Crac! Ruido a madera rota.

—¡Hijo de…! —de revoleo le doy otra vez en la cara. 

Suelta el cuchillo. Sin detenerme a mirar doy un lingotazo con la barreta hacia el que tengo a mi izquierda, del lado del cordón. Le doy, pero no veo dónde le doy. La veo a ella. Grita hecha una furia mientras vacía un tubo de gas pimienta en la cara del que va contra la pared que la amenaza con una botella rota. Me muevo hacia la mujer. El del brazo quebrado está en el piso. Trata de patearme. Le sacudo otro fierrazo. La mujer levanta una mano hacia mí. Tarde. Siento un filo que me cruza la mejilla. No duele. El acero se abre paso en mi cara y no me duele. Me doy vuelta y lo veo. Es un pibe que está tan asustado como yo. Tendrá doce, catorce, no más, pero carga la muerte al hombro. Lleva atrás la mano con el cuchillo como para acertarme en las tripas. Golpeo con toda la furia. El cuchillo vuela. Golpeo otra vez. Creo que le doy en el cuello.

—¡Rajemo! —grita uno. 

Retroceden. El del gas pimienta se refriega los ojos, otro se agarra el brazo. El que me cortó la cara, amaga a levantar el cuchillo.

—¡Te reviento! —oigo mi voz decir. 

El pibe se aparta, se junta con los otros dos y se van. Gritan y putean. No les hago caso. La mujer, encorvada, respirando agitada, me mira con esos ojos del tamaño y el color de un durazno maduro.

—¡Qué susto! —exhala con la voz entrecortada.

—Si no fuera por vos, me matan. Pero ¿qué hacías acá?

—Te esperaba para invitarte a tomar un café. 

Miró en derredor. Sonrió por la broma, en aquel barrio hacía años que no había dónde mierda tomar un café.

—Me salvaste la vida. Gracias.

—Nada, no fue nada. ¿Vivís por acá, cerca?

—Sí, acá nomás. Pero no me invites a nada ni pidas nada.

—Un rato, charlar un poco y eso…

—No, gracias. Me salvaste, pero no estoy para nada. Hacé de cuenta que tengo gonorrea. 

 ¿Qué decir? Me mató, no sé qué contestar, cómo retenerla. Camina despacio, con ese andar de destructor que tiene. Se va por Borges hacia Güemes. 


Falta una cuadra para llegar a la 9 de julio. Una barricada. Acelero, doy un volantazo, cruzo a la mano de enfrente y subo a la vereda en la ochava. Logro esquivarlos. Escucho un par de golpes fuertes atrás, en la caja. Tal vez fueron disparos. La luz de aceite ya no parpadea, ahora brilla fija rojo violento. Tendría que parar y agregar unos litros ¿pero dónde? Están los que disparan desde los balcones. Otros, van embozados con cuchillos de cocina escondidos entre las ropas y atacan al primero que se les cruza. Muchos se suicidan arrojándose de los balcones. Lluvia de muerte. Hay cuerpos en las calles. La ciudad está invadida por cuervos y caranchos. Ratas grandes como gatos se pasean a la luz del día. Hay que aguantar, no queda otra. El de la kipá dice que en quince o veinte años vamos a ser como Irlanda. Eso es lo que dice. No estoy muy seguro. ¿Cómo será Irlanda? Llego a la avenida, tomo por el carril central. Tengo que tener cuidado cerca del Obelisco. Siempre hay manifestaciones y camiones atravesados para impedir el paso. Apuro la marcha. El motor ruge. Por las ranuras del capot sale vapor. No voy a llegar. Desvío. Subo por Sarmiento. Al cruzar Callao me llevo por delante la trompa de un autito. Pobre tipo, por esquivar a otro se la vengo a pegar a él. Le di tal golpazo a ochenta por hora que dio una vuelta de campana y quedó con las cuatro ruedas mirando al cielo. Acelero hasta Riobamba y doblo. Paso por las ruinas del ex hospital Garrahan. Le dieron hasta que no quedó nada. Ahora está habitado por los sin techo. ¿Y los pibes? Que se jodan, los pibes. Sin plata no se puede andar por este mundo. Los enfermos, los viejos, los diferentes, no pueden vivir a costa de los demás. Así fue como este país se fue a la mierda. Un viejo meado se agarraba una purgación y entre todos le teníamos que pagar la atención médica y los remedios. ¡Increíble! Subo a la autopista 25 de mayo para enganchar con la Buenos Aires – La Plata. Acá hay menos tránsito, ya voy mejor. Ahora voy a cien. Es difícil que alguien se le atreva a este bólido amarillo que va muy rápido echando humo negro por el escape y vapor por la tapa del motor. Igual, son muy pocos los que andan. El quilombo está en el centro. En los lugares donde es posible encontrar algo de comida y bebida. Paso por las cabinas de peaje. Están vacías, las barreras levantadas. Veo el puerto a mi izquierda, los negros brazos de las grúas permanecen inmóviles. No hay nada para cargar ni descargar. A la derecha está la villa, los ranchos apiñados por la miseria. Hace meses que fueron arrasados por un incendio. Todavía hay humo que agita el viento. Sigo. Acelero. Me aferro al volante y miro el camino. Voy y voy y voy; no queda otra. Se me acalambra la pierna de tanto apretar el acelerador. Sigo por la ruta 2 rumbo a Mar del Plata. Mar del Plata, qué lejos parece, perdida en la niebla, en el tiempo. Estoy llegando a mi destino. Veo el cartel, aminoro la marcha y doblo por el camino de tierra. Es poco más de un kilómetro hasta la tranquera, detrás de los otros galpones. Llego a la caseta de guardia. Los gorilas están más armados que un tanque Sherman. Corren la reja. Entro. El primer alambrado pasa los cuatro metros. Después viene otro igual de alto. En este predio entrarían diez canchas como la de River. No sé, tal vez más. Cuatro torres coronadas por casillas vidriadas. Ya hay dos bloques casi terminados. Topadoras, tractores, camiones hormigoneros. Hacen señas para que atraque. Lo único que tengo que hacer es abrir las puertas. Las abro. Se acercan dos autoelevadores. Nos saludamos. Un poco de buena onda no viene mal. No hay charla, no se pierde tiempo, no se distraen. Ahora son así todos los laburos. Ni para ir a mear hay permiso. Si no sonó el timbre: meate encima. Todo controlado por las cámaras que hay instaladas cada pocos metros. Pronto todo va a ser manejado por robots. Pienso en la mujer. Hago otros dos viajes. Ahora, cuando paso por la esquina, miro calle adentro para ver si la veo. Nunca la volví a ver. 

 Cerca del cruce Etcheverry me pregunto: ¿cómo llegamos a esto? No sé cómo, no sé por qué. 

miércoles, 29 de enero de 2025

¿Exterminar a los zurdos? En respuesta a los dichos de un presidente lamentable

El presidente Milei dijo que iba a exterminar a los zurdos de mierda y atacó a la comunidad LGTB+ hasta el punto de acusarlos de pedófilos y otras perversidades por su elección.

¿Qué habrá querido decir con «exterminar a los zurdos de mierda»? ¿Seré un zurdo de mierda porque no lo voté ni lo votaría? ¿Cualquier opositor es un zurdo de mierda? ¿Será parte de sus poderes decidir quien es un zurdo de mierda y quien no? ¿Despreciarlo por sus mentiras, sus discursos de odio y sus insultos soeces justificaría que las «fuerzas del Cielo» procedan a exterminarme según sus amenazas? 

Soporto –no tengo otra–, que este personaje payasesco y fascista, mentiroso y plagiario sea nuestro presidente; así lo decidieron los sufragios. Pero ¿debo aceptar que incite a exterminarme? En caso de iniciar una campaña de exterminio los partidarios de este presidente, instigados por sus discursos, ¿no podría yo ejercer mi derecho de autodefensa e intentar exterminar a los mismos partidarios y hasta a su líder, el presidente?

Reivindico mi derecho a la defensa: trataré de exterminar a cualquiera que intente exterminarme.

Firmado: Orlando Espósito DNI: 7764899

jueves, 26 de diciembre de 2024

LA ISLA DE LOS MUERTOS

Época: año 1470 a.C.

 

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La vieja Lihuel, después de mirarlo con fuego a los ojos le había susurrado que se anduviera con cuidado durante la ceremonia del kamaruko, porque dos noches antes había visto en un sueño una nube sobre la cabeza de Wikür, su protegido, y eso era un mal presagio. Pero él no hizo caso, se encogió de hombros, siguió dándole a la chicha y después, pasó lo que pasó. Aunque muchos ni cuenta se dieron de lo ocurrido, porque de tanto bailar y tomar se habían tirado a dormir la borrachera a los costados del rewe, sin guardar ningún respeto por el espacio sagrado.

    La vieja había dicho que evitara discusiones y peleas, que no se mezclara con la gente. Pero, ¿qué quería que hiciera? ¿Acaso quedarse solo, encerrado, a oscuras, mientras los demás no daban más de tanto bailar y tomar? Maldito brebaje: cuanto más bebía más quería de aquél mushay de piñones, blanco y picante, que le entraba como fuego a la cabeza.

Ahora, después de lo ocurrido, la vieja le ordenó que se fuera lejos porque ya no había lugar para él en el lof. Lo abrazó fuerte, le frotó la nariz, le dio un beso en la frente y, una vez que se acallaron los gritos dijo:

—Andate. Cruzá las cumbres y bajá hacia el agua grande, donde se pone el sol. Para que puedas andar sin tropiezos ni demoras, te voy a hacer una magia buena que va a limpiar tu püllü. Así no podrás recordar qué pasó hasta que llegues al final de tu camino. Es eso, nada más: un nguyün que si te das vuelta a mirar hará que todo se ponga negro, como si no tuvieras ojos. 

—Durante el viaje juntá de esos hongos que uso para las ceremonias. Cuando llegues a la orilla encendé un fuego, comé uno y dejá pasar un tiempo hasta que te vengan arcadas y vómitos. Ya me viste a mí y sabés que eso no dura mucho, no te asustes. Dejá pasar un rato y después andá comiendo despacio los demás, cinco o seis van a ser suficientes. —Cuando termines invocá a tus ancestros, descansá y esperá. 

    Después lo apretó con fuerza otra vez contra su cuerpo descarnado. —Ahora andate, antes de que salgan de la sorpresa y los domine la furia. Van a armar partidas y te van a buscar durante mucho tiempo.

Obedece el mandato. Poco antes del alba ya bordea un arroyo y empieza a bajar hacia el pie de los cerros. Una vez que cruce los valles donde pastan los guanacos tendrá que superar las cumbres que lo separan del agua grande. Sabe cómo llegar, conoce los pasos entre las rocas gigantes, los precipicios y cañadones. 


**


Partir produce dolor; a medida que uno se aleja desaparecen los buenos recuerdos, los días alegres y las fiestas. El morral se carga con las tristezas vividas, con las traiciones, los momentos de coraje y los de cobardía, se siente en el pecho que la carne se desgarra. Tal vez a otros le pase lo contrario, pero él había tenido poco de lo bueno y muchas amarguras. Se alejaba porque así tenía que ser, porque no podía quedarse.

A media mañana hace un alto. Ahueca las manos para beber de un arroyo. Siente aquel frescor líquido que se escurre desde las grandes rocas que retienen las nieves eternas. Agua blanca y el sol apareados, la dureza del granito, el verdor del ágata, el misterio del ópalo, la transparencia del cuarzo.

Centellas en el azul. Dos cóndores con las alas desplegadas planean dando giros llevados por las corrientes de aire. Los pierde de vista cuando la cumbre del cerro los oculta, pero al rato aparecen por el otro lado. Wikür siente pereza y envidia al verlos así, flotar sin esfuerzo, como si nada los apurara, como si no tuvieran urgencia alguna.

Wikür era de esa tierra, sus ancestros eran de allí; conocía cada ruido, cada roce, el tambor del tucu-tucu, las sendas de las liebres, las cuevas de los coipos. Sabía del ojo del cóndor y de la astucia del puma en busca de la presa, percibía el palpitar de los corazones de las víctimas temerosas de la garra o del zarpazo. 

Ahora baja por la ladera cada vez más lejos de los suyos, con la certeza que ya no verá más la fronda del canelo sagrado en el centro del rewe, las ramas adornadas con las cintas de colores. Ya no verá más a la vieja Lihuel, la que siempre lo había protegido.

Partir es así: a cada paso el que se va siente que los recuerdos se pierden tras un manto de niebla y vacío. Un vacío que devora el pasado mientras crece la certeza de que no habrá retorno posible; es como darse la muerte de a poco, según crece la lejanía, según cambia el paisaje.


Camina sin darse respiro. Pasa la línea de los cerros más altos. Atraviesa los bosques. Nada lo sorprende, es su lugar en el mundo, su tierra. Apura el paso, quiere llegar pronto al agua grande. Siente los dedos entumecidos por el frío. Sigue hasta que no puede más. Elige un lugar para pasar la noche. Enciende un fuego.

Trata de dormir, pero lo inquietan los trafentum, las entidades negativas que se aprovechan de las personas debilitadas. Lo invade la pena; una pena sin fin, una pena que, tal vez, le dará descanso cuando termine el viaje. Es tristeza por el rencor que le robó la vida, ese rencor que es como la garra de un puma que desgarra sus entrañas. Trata de mirar hacia atrás, intenta recordar, pero una niebla negra se lo impide.

La marcha hacia el agua grande no lo inquieta, presiente que cuando llegue a destino y se encuentre con el barquero llegará la paz a su espíritu infectado de angustia. Le molesta el peso que siente sobre el pecho. Pesa el aire, pesa el bosque, pesa la noche con los puntos que titilan a lo lejos, en el cielo, en lo profundo del wenumapu, donde reina Ngnechén.

Cierra los ojos. Nada puede hacerle daño allí, salvo los demonios que van a venir cuando se duerma. Los conoce, hace muchos, muchos años que no tiene una noche tranquila. Pero ahora, cierra los ojos y cede al cansancio de la larga jornada. Entra en el mundo del peuma, las cuevas donde esperan los sueños. Puede ver a su alrededor, puede oír el chisporroteo de la fogata, pero hay otro ruido más fuerte que el resto, un ruido que hiela la sangre: el ruido del filo que quiebra el hueso.


En cuatro días llega a las arenas negras de una playa, todavía sometida por las sombras del acantilado. La lejanía, el aire húmedo y salitroso hacen que sienta que su cuerpo se desintegra. La espuma de pequeñas olas y los revuelos de pájaros de alas blancas bordan figuras cambiantes. Busca la isla, pero no la ve, nada interrumpe la línea del horizonte. Los rayos del sol caen a pico y levantan mil reflejos en el agua. Cabrillas de cresta blanca y lomo negro. 

Lo invade una calma desconocida para él hasta entonces. Dos pumas hambrientos lo habían perseguido desde que podía recordar: la ausencia de la mirada de la madre –muerta durante el parto– y la pesadumbre en la de su padre. Eso, y la carga de la culpa por su brazo defectuoso, que sufría como un castigo.

La única persona que lo había cobijado y cuidado como si fuera su propio hijo cuando quedó huérfano, había sido la machi. Por las noches lo arropaba y le contaba historias del origen del pueblo mapuche. Contaba de la lucha entre las diosas del mar y la tierra, de las lluvias sin fin y la crecida de los mares hasta que taparon la tierra y los che debieron refugiarse en los volcanes. Y así fue durante mucho tiempo hasta que la inundación cedió. De a poco, las aguas retrocedieron y el wallmapu, quedó como territorio de los che para siempre.

Wikür despierta. Espera el momento propicio para invocar al barquero. Busca los hongos en el morral. Mastica lentamente el primero; un sabor amargo y picante, mezcla de tierra y resina invade su boca. Al rato, lo domina una arcada seguida por otras, hasta que queda apoyado sobre manos y rodillas, con la cabeza gacha en un intento por forzar un vómito. Luego lo vence una serie de bostezos. Sabe que es el cuerpo que se resiste a soltar al espíritu.


***


Come el segundo. Náuseas. Vértigo. Se desliza, da vueltas, todo vira hacia el verde, seguido de una lenta espiral hacia el azul. La tierra, el agua, el aire, sus piernas y brazos, no hay nada que no se coloree de azul, hasta las brasas de la fogata. Azul sobre azul, los pájaros, las montañas, la arena. «Comé uno por cada dedo de tu mano», le había dicho la machi. Se estremece. Una sacudida recorre su cuerpo de arriba abajo. Es la magia que le había hecho la vieja que lo deja libre. Se abre la niebla, ahora va a poder recordar el pasado.

Está en la fiesta del kamaruko, apartado, apoyado contra el tronco de un ñire alrededor del que dejaron hachas y lanzas los invitados. Lleva bebidos muchos cuencos de mushay y no puede parar. Todos cantan y bailan alrededor del canelo tomados de las cintas de colores. Suenan el kultrúng y el trompe, risas, gritos, algarabía. Wikür permanece mudo, agazapado, lejos de los fulgores de las fogatas. Mira a Tahiel y a Ailen. Los ve abrazarse y reír.

Y al ver esas caricias, esas risas, siente que lo domina la rabia. Maldice cada día de su vida; maldice haber nacido a costa de la vida de su madre, muerta durante el parto. Maldice a su padre dedicado a la guerra; ese padre que solo tenía ojos para Tahiel, el hijo fuerte y aguerrido. Y la rabia incendia el odio. Un odio cargado por años de sentimientos encontrados. Lo desgarra el recuerdo de una de las pocas veces que había mantenido una conversación con su padre, cuando pidió permiso para ser iniciado como guerrero. El hombre guardó silencio por un momento, con la mirada fija en algún punto más allá de Wikür. Colocó una mano sobre el hombro del hijo y dijo: Wikür, querido hijo, usted no puede ser guerrero, algo tan cierto como la piedra o la tierra. Mire a su alrededor: tampoco podrá volar como los pájaros ni dar sombra como un árbol, pero no por eso es menos hombre ni es menos lo que la vida le ofrece. Deje de echar culpas y, también, deje de sentirlas. Entienda que la vida es un don de Ngnechén, como sea que haya sido dado.

Empuña un hacha y avanza hacia el centro del rewe. Ve las fogatas, ve a la gente danzando, pero todo está borroso. Solo ve a Ailen y a Tahiel que ríen. Presiente el horror. Tiembla cuando advierte que una fuerza que no puede controlar lo obliga a ir hacia ellos. Se resiste, pero no puede evitar dar el primer paso. Camina movido por el fuego que le quema las entrañas.  

Avanza con la mirada fija en Ailen, y no puede apartarla. Ella está junto a Tahiel. Ríen, se besan y abrazan. Tiembla. Desde que eran chicos, cuando jugaban todos juntos, Wikür había sentido devoción por Ailen, pero nunca se atrevió a decir nada. Wikür, el tullido, el del brazo como una rama reseca. Después Tahiel pasó la ceremonia de iniciación como guerrero y abandonó los juegos.

Y ahora los ve juntos. Los ve felices. Ve que ríen de su brazo, de su timidez, ríen y lo miran mientras se acarician. Siente que los wekufe se apoderan de su cuerpo y de su mente. Son ellos, los diablos los que lo mueven. Avanza dando zancadas. Por el rabillo del ojo ve a la machi que corre hacia él con los brazos extendidos, las manos abiertas. Oye que grita; no hace caso. Sigue. 

Sigue hasta que se planta frente a ellos. No ve nada más, no oye el barullo de la ceremonia. Da un salto y se alza desafiante frente a Tahiel. Siente con sorpresa y espanto la fuerza que lo gobierna. El brazo sano vuela hacia atrás blandiendo el hacha. De su garganta brota un alarido que hiela la sangre. Tahiel lo mira con los ojos desorbitados. Inmóvil, no atina a reaccionar por lo inesperado del ataque. Alguien grita, pero Wikür no se distrae. 

Trata de resistir, pero no tiene nada que oponer a la ferocidad de ese impulso. Nada puede hacer contra aquella energía oscura. Cae, el filo, en el que refulge el rojo de las llamas de las fogatas. Tahiel comienza a levantar los brazos para protegerse. Todavía no es tarde. El horror estruja el corazón de Wikür mientras cae el hacha y ve los ojos de Tahiel dilatándose. Todavía hay tiempo, pero Tahiel no se aparta, no se defiende. Oye el grito de Ailen un instante antes del golpe. También él grita cuando ve el filo del sílice que hiende el cráneo de su hermano con un ruido seco, como el de una vasija que se rompe.

El cuerpo de Tahiel se afloja. Ailen lo aferra con ambas manos para que no golpee contra el suelo, como si con eso pudiera protegerlo de la muerte. Wikür trastabilla arrastrado por el peso del cuerpo que cae. Da un tirón para arrancar el hacha del tajo. La herida es fatal. De la cabeza abierta en dos chorrea un cieno amarillento. La vida se escapa. La muerte anuncia su llegada con un par de estertores.

    Callan el kultrúng y el trompe. Todos quedan inmóviles consternados por la tragedia. Al instante, la machi se acerca a Wikür, lo toma por un brazo y lo lleva aparte. Hace que se arrodille sobre unas pieles, abre sus dedos obligándolo a soltar el hacha ensangrentada y le masajea las sienes mientras canturrea en voz baja. Suelta un gemido.

—Matar a tu hermano... nunca creí que podía pasar algo así. Ahora estás obligado a marcharte lejos, cruzar las cumbres y bajar hacia el agua grande, donde se pone el sol. Cuando llegues, tendrás que invocar a tus ancestros y rogar que te vaya a buscar el barquero. Tal vez hablando con ellos encuentres la paz.


                                                              ****


Come el último hongo. Las piñas chisporrotean en la fogata. Todo comienza a girar a su alrededor más y más rápido. Gira el universo y Wikür es el eje, como si estuviera suspendido en el centro de una esfera. Peces, montañas, aves, pumas, estrellas, bosques enteros giran y giran. Restallan truenos que golpean en sus oídos

Todo se detiene. Siente que sus pies se apoyan sobre la arena y el mundo vuelve a ocupar el espacio tal como siempre. Comienza a ver el paisaje como si estuviera en lo alto de un risco. Levita. Ve su cuerpo tendido en la arena. Una cuerda verde brillante todavía lo ata a su carne. 

A la distancia, como si flotara en un mar de grasa derretida, divisa la isla de los muertos. El sol: fuego quemado por fuego. Ahora ve llegar al barquero. Baja hacia la playa, pero sigue atado. Da un tirón en un intento de cortar el amarre. Un temblor recorre lo que aún queda de su cuerpo; un sacudimiento de pies a cabeza, estertores que anuncian el fin. Está aferrado a lo que fue él mismo, la piel arde, la sangre se espesa. Los despojos resisten su partida mientras que lo envuelve el frío de la muerte.

—¡Vamos, ya es la hora! —grita el barquero.

La tierra se parte en grietas profundas y brotan alimañas de pieles negras, sanguinolentas, de vientres hinchados: criaturas de otro mundo que invaden aquello que había sido su cuerpo.

—¡Vamos! —insiste el barquero.

  El cordón de luz que lo une al cadáver se opaca. Una última sacudida le indica que ya nada tiene que ver con lo anterior. Se dirige hacia la barca. Las aguas se aquietan. Wikür se ubica en la proa, de espaldas al viejo, la mirada fija en la sombra negra que interrumpe la línea del horizonte. La embarcación parte sobre aquel mar sin olas. Un cóndor hace un par de giros al tiempo que lanza un graznido.

—Es mañke inka. Él nos va llevar.

El ave se dirige hacia el sol. La embarcación pega un tirón y sigue al pájaro. Pronto el sol queda tapado por sus alas. El universo desaparece tragado por la oscuridad. 

La canoa vara sobre una playa de arena. Una mole negra se alza recortada contra un fondo iluminado por una tenue luz  azul.

—Llegamos —dice el viejo. Wikür mira en derredor.

—Acá no hay nada. ¿Estamos en la isla?

—¿Y dónde si no?

—¿Y los ancestros?

—Ah, de eso no sé nada… Tal vez…

—¿Cuánto tendré que esperar?

—¿Esperar? Acá no se espera. En esta isla no hay tiempo.

Wikür da una vuelta sobre sí mismo. Nada ve salvo la sombra negra que semeja a un acantilado. El barquero empuja la canoa.

—Tengo que hacer otro viaje.

—¿Cuándo volverá?

—No volveré —dice alejándose con un golpe de los remos—. No hago dos viajes al mismo sitio… o al mismo tiempo, no sé. Nunca llevo a dos püllü a la misma isla.

Un viento se arremolina alrededor de Wikür. La playa y la sombra del acantilado desaparecen engullidos por la oscuridad.











miércoles, 25 de diciembre de 2024

HERMAN MELVILLE. Su última esperanza.

 El 1º de agosto de 1819 nace en Nueva York, Herman Melville –hijo de un padre brutal, Allan,  violento, tal vez abusador–, y una madre que profesaba la rígida religión calvinista. Lo acunaron  el pecado, la represión y la culpa. Una culpa generada por la crianza estricta y el  convencimiento de que las recriminaciones y los castigos recibidos eran justificados. 

Un padre exigente, duro, que a los 5 años se lamentaba de que fuera «Muy atrasado en el habla  y lento en la comprensión», mientras que sobre el final de los estudios primarios de Herman, se  enorgullecía de tener el hijo que mejor capacidad oratoria mostraba en la escuela. Los pormenores de su vida y sus obras pueden ser consultadas en la red. En esta nota quiero  intentar mi lectura personal de su novela cumbre, la mas destacada de las once que escribió. 

El siglo XIX es la época de Dostoyevski, Whitman, Wagner, Van Gogh, Poe, Hugo, Tolstoi,  Dickens, Hawthorne, Marx, Mendeléyev, Einstein, solo para citar a unos pocos. 

Imagino a todos, los mencionados y otros como: Joyce, Orwel, Céline, Hemingway, Pavese,  Borges, leyendo Moby Dick y pensando en el hombre capaz de semejante portento, la novela  que se erigió como piedra basal de la literatura del siglo XX. William Faulkner* llega a confesar  que Moby Dick fue uno de los libros que le hubiese gustado escribir. 

Al igual que su padre, Heman Melville, era un hombre violento. Acaso, abusador también, de  carácter agrio, mordaz, burlón, fracasado, recio bebedor.  

Su primer hijo, Malcolm, se suicidó a los dieciocho años en la casa familiar (lo descubre el  mismo Herman Melville, después de derribar la puerta del dormitorio donde el muchacho se  había disparado un tiro en la sien). 

El otro hijo, Stanwic desaparece después de abandonar la casa familiar siendo joven. La hija,  Frances muere antes de cumplir treinta años.  

Moby Dick 

«¡Ahí sopla, ahí sopla! ¡Una joroba como un monte nevado! ¡Es Moby Dick!». ¿La novela es una alegoría de la lucha entre el bien y el mal?  

Ahab, el capitán del Pequod al que Moby Dick había arrancado una pierna, ¿está obsesionado  con vengarse? Muchas veces se ha dicho que el cachalote representa el mal, el Diablo, la fuerza  ciega de la naturaleza.  

Por mi parte veo a la ballena blanca como un retrato del escritor. Moby Dick es el propio  Melville, y todos los personajes muestran distintas facetas de su personalidad. Es él mismo el  objeto de su odio. El Capitan Ahab no busca justicia ni venganza. Es Herman –agobiado por la  familia destruida por él mismo– que necesita matar la culpa, el pecado, y por ello, a lo que llega 

en definitiva es a su propia muerte. Su última esperanza de dejar de ser lo que es: abusado y  abusador; castigado y golpeador. 

La voz del narrador: 

Ismael es el narrador. Melville necesita a este personaje para que sea la voz del relato, para que  describa el hundimiento del Pequod. Por boca de este joven inexperto que se embarca sumido  en la melancolía y la depresión para no meterse un tiro en la sien, habla el autor; el autor que comienza a escribir la obra con el mismo objetivo que su personaje: evitar el suicidio.  

La novela empieza así

«Llamadme Ismael.» 

«(…) cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me  encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes 1(…) entiendo que es más que hora  de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala.». En este capítulo inicial hay una escena que, para la dura coraza calvinista de la época, resulta  escandaloso. Ismael encuentra que el único hotel que acepta darle albergue lo que le ofrece es  que comparta una cama con otro hombre. Se trata de Queequeeg, un negro altísimo que será  contratado en el Pequod como arponero. Este arponero, negro, gigantón, que habla una lengua 

 

desconocida por Ismael, es con quien terminará despertando desnudo, abrazado y «con las  piernas entrelazadas». A partir de ahí serán compañeros inseparables. 

La obsesión: 

Grita Stubb en el capítulo 134 refiriéndose a Ahab: 

«—El loco diablo en persona va tras de ti.». 

En el capítulo siguiente, el que grita es otro oficial, Starbuck: 

«¡Ah, Ahab!, no es demasiado tarde (…) para desistir! ¡Mira! Moby Dick no te busca. ¡Eres tú,  eres tú el que locamente la buscas!». 

Stubb y Starbuck son las voces que llaman a la reflexión y a la prudencia. Son el cable a tierra  que el Capitan Ahab escucha cada vez menos, a medida que se acerca a la ballena. 

Melville, el hombre que se devora a sí mismo: 

El capítulo 66, relata el ataque de los tiburones a una ballena amarrada a la borda del Pequod.  Los marineros defienden la pesca golpeando con azadas marineras las cabezas y vientres de los  escualos. Entonces, alrededor del cacahlote capturado hierve un mar plagado de tiburones que  sangran por sus cráneos, panzas, tripas y sesos mientras se devoran ellos mismos en una orgía  de sangre. Creo que en este capítulo Melville muestra lo que él pensaba de sí mismo. 

«La matanza de los tiburones 

Cruelmente se daban mordiscos no sólo unos a otros, a las tripas que se les salían sino que,  como arcos flexibles, se doblaban para morderse sus propias tripas, hasta que esas entrañas  parecían tragadas una vez y otra por la misma boca para ser evacuadas a su vez por la herida  abierta.2 

En el capítulo 65 vemos una escena similar. Algo más suave, pero con el mismo giro. El oficial  Stubb come un trozo de ballena a la luz de una lámpara alimentada con aceite de la misma: 

«La ballena como plato 

Que el hombre mortal se alimente de la criatura que alimenta su lámpara y (…) se la coma a su  propia luz (…) parece una cosa tan extraña que por fuerza uno debe meterse un poco en su  historia y su filosofía.». 

Y reflexiona Ismael

«¿Caníbales?, ¿quién no es caníbal?». 

Melville, el hombre sin refugio: 

En el capítulo 23, Ismael habla del peligro de la costa que parece amiga pero oculta los  arrecifes, la restinga, los bancos de arena que destruirían a una nave. El peligro está en el hogar. 

«La costa a Sotavento 

(…) este capítulo de seis pulgadas es la tumba sin lápida de Bulkington. He de decir sólo que su  suerte era como la de un barco agitado por las tormentas, que avanza miserablemente a lo  largo de la costa a sotavento. El puerto le daría socorro de buena gana; el puerto es  compasivo; en el puerto hay seguridad, consuelo, hogar encendido, cena, mantas calientes,  amigos, todo lo que es benigno para nuestra condición mortal. Pero en esa galerna, el puerto y  la tierra son el más terrible peligro para el barco: debe rehuir toda hospitalidad; un toque de la  tierra aunque sólo arañara la quilla, le haría estremecerse entero.». 

El fin. Moby Dick arrastra a Ahab al fondo del mar: 

Cap. 135  

Es el tercer día que bajan las lanchas para cazar a Moby Dick. La persiguen. De pronto emerge  con varios arpones clavados, pájaros marinos picotean sus heridas, está envuelta en un enredo  de sogas y estachas. Realiza un salto prodigioso que levanta una neblina de espuma y…

 

«La caza. Tercer día 

(...) la ballena se apartó (…) y al volverse mostró un costado entero (…) en ese momento se  elevó un vivo grito. Atado con varias cuerdas al lomo del pez, amarrado en las vueltas y vueltas  con que, durante la pasada noche, la ballena había enrollado los enredos de los cables a su  alrededor se veía el cuerpo medio destrozado del Parsi, con su oscuro ropaje hecho jirones y  sus ojos distendidos volviéndose de lleno hacia Ahab.». 

La única lancha arponera que queda de las tres está rodeada de tiburones que atacan los remos y  la embisten. Ahab, de pie en la proa, grita: 

«(…) al fin lucho contigo; desde el corazón del infierno te hiero; por odio te escupo mi último  aliento.». 

Clava el arpón. La estacha vuela, se enrosca en el cuello de Ahab y cuando Moby Dick se  hunde, lo arrastra a las profundidades. Nada queda del Pequod ni de las arponeras. Los  tripulantes son tragados por el vórtice que genera el barco al hundirse.  

Y Melville debe ecurrir otra vez a Ismael –su voz– para terminar: 

Sólo uno se salva. El único sobreviviente del Pequod, es Ismael, ese joven de edad imprecisa  que inicia el relato, salva su vida dentro de un ataúd que flota en el mar, resto del naufragio, que  fuera cargado por su amigo Quequeeg cuando embarcaron. Resiste solo, en ese cajón que lo  salva de la muerte, rodeado por tiburones y halcones marinos que no lo atacan. 

«Y yo sólo escapé para contártelo 

(…) Al segundo día, un barco se acercó, y por fin me recogió. Era el Raquel, de rumbo errante  que, retrocediendo en busca de sus hijos perdidos, encontró sólo otro huérfano.». Moby Dick, Ismael, Ahab y el Pequod, no son más que máscaras o disfraces bajo los que se  oculta el hombre torturado por la culpa y el desprecio de sí mismo que fue Herman Melville. 

Acaso los escritores, en sus historias y relatos, no hagan otra cosa que exorcizar los demonios y  lavar las culpas de su vida. Pecios que brotan de las profundidades después de los naufragios  y flotan a la deriva en un mar oscuro que permanecerá oculto detrás de alegorías y metáforas. 

Notas: 

Los subrayados son del autor. 

1 – Ismael fascinado por las tiendas de ataúdes, se salva del naufragio en un ataúd, imagen de la muerte.

2 – ¿Esta escena habrá inspirado en Hemingway el viaje de retorno de El viejo y el mar, cuando   los tiburones atacan su presa? 

Bibliografía

Tomás Fernández y Elena Tamaro. «Biografía de Herman Melville» Barcelona, España: Ed. Biografías y  Vidas, 2004 

Víctor Moreno, María E. Ramírez, Cristian de la Oliva, Estrella Moreno y otros 

Website: buscabiografias.com - Publicación: 16/06/2002 

*James B. Meriwether «Ensayos, discursos y cartas públicas de William Faulkner» de la Biblioteca  Moderna , Chicago Tribune , 16 de julio de 1927 

Orlando Espósito – Revisión 20/12/2024