I
Maldita esquina. No me gusta nada estar acá, pero Alberto insiste en hacer el cambio de turno justo aquí porque le queda cerca del tren. No me gusta porque me recuerda un incidente que presencié durante la pandemia, hace varios años. Bastante antes de que todo se fuera a la mierda. Yo estaba parado acá mismo. Barbijo, guantes de látex y máscara de acrílico, de todo tenía. Hasta cargaba un frasco de alcohol en gel por cualquier cosa. De pronto oigo una voz:
—¡Vecino! —gritan—. ¡Vecino, aquí! ¡Arriba! —Miro y veo a uno asomado en el segundo piso que forcejea tratando de hacer pasar por la baranda del balcón un bulto grande envuelto en una tela blanca.
—¡Guarda que lo tiro! Me aparté. —¡Ahí va!—.
Y dio un último empujón para hacer caer algo que, a medida que caía –porque vi asomar un manojo de pelos por una punta, y un par de pies con chinelas por la otra–, me di cuenta de que era un cuerpo cubierto por una sábana. Cayó de punta contra la vereda. Se estrelló con un crujido seco de huesos rotos cuando se partió el cráneo, un ruido imposible de olvidar que me visita a menudo por las noches. Del rollo de tela blanca surgió el rostro de una mujer con la boca abierta como si quisiera gritar. Y todavía, vi que volaba una chinela para ir a caer en la zanja.
—¡Guarda! ¡Aléjese que tiene el bicho! Ahora bajo.
Corrí hacia la esquina. Una voz que parecía venir del Faro del Fin del Mundo susurraba dentro de mi cabeza que eso era el cadáver de una mujer. Otra madre muerta; pronto iba a salir el hijo tajeado por la tristeza y la desesperación. Tuve un impulso, pero no hice caso y me aparté hasta la esquina. Contagio mata compasión, cada uno con su mambo. Oí golpear una puerta. El que había tirado a la madre salió del edificio llorando, gritando, aullando como un lobo agarrado por una trampa. Tropezaba y se apoyaba en un bidón de plástico mientras se desgañitaba pidiendo perdón. La mano libre golpeaba su pecho como si quisiera hundir los dedos para arrancar el corazón ahí nomás.
—¡Madre, vieja, no puedo dejarte así! Perdón, vieja, te quiero —gemía mientras la rociaba con un líquido.
Me envolvió el olor de la nafta y el gasoil. ¿Estaría por quemar a la madre? Raspó un fósforo y lo arrojó al bulto. Yo ahí, en la esquina, quieto, intentando que no me viera para dejarlo que terminara con esa ceremonia propia de alguien que estuviera de viaje por la estratósfera. El fósforo se apagó. Buscó en la cajita mientras puteaba:
—¡Me cago en dios! —raspó el fósforo y lo arrimó despacio. ¡Ffff! El tipo dio un salto hacia atrás cuando las llamas se adueñaron del bulto. Se levantó una columna de humo que cargó el aire con un tufo peor que el que sale de la chimenea de un crematorio. Trapo y carne quemados. El hombre vio que lo miraba, abrió los brazos en un gesto desafiante y me espetó:
—¿Qué mirás, boludo? ¡Es mi vieja! ¡dios! Hace tres días que reventó. Me cansé de llamar pero nada. ¡Hijos de remil putas! No vinieron. ¿Qué podía hacer? No la iba a dejar así para que se la coman los caranchos. Me jodieron. Seguro que ya me agarré la peste. Me jodieron. ¡Qué país de mierda!
No supe qué contestar. Ninguna palabra serviría. Cuando sale barraca lo único que queda es redoblar la apuesta o levantarse de la mesa y olvidarse de los dados. El pobre tipo temblaba como si le hubieran dado con una Taser. Se pasó el dorso de la mano por la frente pintando un trazo de hollín que cruzaba de lado a lado. Me dio por pensar que, por más que lo intentara, nunca se iba a poder librar de esa mancha. El garguero me reclamó un trago con urgencia, pero no había nada que hacer.
II
No sé qué fue del hijo. Tal vez se esté pudriendo en el departamento del segundo piso. El bulto a medio quemar estuvo ahí durante varios días hasta que se lo llevó un camión de los que juntan basura. Ratas y caranchos se disputaban lo poco que quedaba. Alberto aceptó que hiciéramos el relevo una cuadra más allá por un tiempo. Fue un tiempo corto. En cuanto vio que ya no quedaba nada de la fogata pidió que volviéramos al lugar de siempre. Borges y Santa Fe, pleno Palermo. Nunca nos habríamos imaginado que ese iba a ser nuestro punto de encuentro. Plaza Italia, el Botánico, miles de personas yendo de aquí para allá, comprando, paseando. Ahora no andaba nadie. Pero, si te llegabas a cruzar con alguien ¡cuidado! Una de dos: o te mendiga, o te roba Tengo un recuerdo borroso. Camino entre mi madre y mi padre: me llevan de las manos. Veo globos, flores, copos de azúcar. Fue una vez que me trajeron al zoológico. Había unas focas que hacían un show. Las veo aplaudiendo, a ellas, a las focas. Los tres reímos. Entramos a una confitería. Mis padres toman café mientras miran cómo doy cuenta de un helado de frutilla y chocolate. Sonríen. Maldita esquina. Nos quedaba bien a los dos. Era justo la mitad del recorrido. Habíamos trabajado en turnos de doce horas durante la pandemia. Íbamos con el camión al campo de descarte, pocos kilómetros antes de la ciudad de Campana. Allí lo cargaban con las palas mecánicas y salíamos de raje para los hornos, en la RN 2, cerca de Etcheverry. Ir y venir, ir y venir, así todo el turno. El Scania siempre al borde del colapso: el tren delantero con el mal de San Vito y el motor que no paraba de tragar aceite. El camión amarillo. Si alguien nos preguntaba en qué trabajábamos decíamos cualquier cosa. ¿Qué íbamos a decir? No sé, no quiero saber la cantidad de viajes que hice, que hicimos. Siempre con la ropa sanitaria, el barbijo, la máscara, los guantes. No eran tiempos para andar juntándose con otros pero, con ese laburo, nadie hubiera siquiera pensado en darse un abrazo conmigo. Pandemia de mierda. Si venía alguien caminando en sentido contrario por la misma vereda, te cruzabas. Te cruzabas vos o se cruzaba él. Tremendo. Hasta ese punto llegamos. Andar solo, comer, desayunar, dormir solo. No, no está bien eso de solo. Solo no: aislado. Cuando funcionaban los teléfonos, si tenías crédito, en una de esas llamabas a alguien. Un amigo, una amiga de la que tenías buenos recuerdos, alguna encamada de aquellas. ¡Hola, qué tal!, pero la charla ya estaba muerta desde antes de que empezara. Un día terminó. La dieron por terminada. Los contagios fueron mermando y la peste se extinguió como un globo que se desinfla. Muchos murieron y eso mismo fue lo que la mató. Algunos periodistas y otros, de esos que se las dan de saberlo todo sólo porque tienen una cámara y un micrófono, decían que después de la pandemia íbamos a salir mejores, más solidarios. ¿Más solidarios? ¡Qué boludez! Salimos diez, cien veces más jodidos, más miserables. Uno contra todos y todos contra todos. Una vez le toqué diez bocinazos a dos hijos de puta que le estaban robando la manta a una vieja que estaba guarecida bajo el alero de un edificio. Frené y agarré el garrote que llevamos por si las moscas. Estuve a punto de bajar, pero ya venía demorado por una manifestación en el Cruce Varela, así que lo pensé mejor y seguí viaje. Igual, ¿qué arreglás metiéndote? Por jugártela corrés el riesgo de que te caguen a palos. Se acabaron los muertos y volvieron a tallar los políticos. Volvieron, claro, porque durante la pandemia habían desaparecido. Viajaban de incógnito a Miami para darse la vacuna que, según decían, era la más efectiva. No le daban tiempo al avión para que aterrizara; corrían a encerrarse en los barrios privados, bien cerrados. Mientras tanto, alrededor de ese lujo crecían como hongos las villas de casas de cartón y bolsas plásticas. Los pibes que ni llegaban a una comida por día, las pibas madres, los hombres pibes. Las mujeres iban a limpiar la mierda de las mansiones, los hombres a cortar el césped, o a cortar gargantas, si no quedaba otra. A medida que bajaba la peste, bajaba el laburo. Temblábamos pensando que nos iban a despedir en cualquier momento. Laburo de mierda, repugnante, pero mejor que nada. Mejor que tener que hacer la cola detrás de cientos de tipos al rayo del sol o bajo la lluvia, para implorar por un trabajo. Nuestra paga era una mierda, apenas si alcanzaba para subsistir, pero sentíamos cierta seguridad por los años que llevábamos en la empresa. Una de las pocas veces que conversamos unos minutos durante el relevo, me dio por decir algo.
—Será una porquería este trabajo, pero mejor que nada es, ¿no?
—¡Ni hablar!
—¿Y tu mujer?
—Elizabeth consiguió en una de las casas del country.
—Bueno, que suerte.
—¿Suerte? Tiene que estar todos los días a las seis para preparar el desayuno de los patrones. Desde la entrada hasta la casa tiene que hacer a pata casi cinco kilómetros.
—¡Qué!
—Y la revisan cuando entra y cuando sale. Se deben hacer la fiesta los guardias.
—No te quejés, Alberto. Por lo menos tiene laburo.
—Por dos pesos, sí. Todo por dos pesos.
III
Llegó el tiempo de las elecciones. ¿Hay algo como un hálito de esperanza en vísperas de una elección? Esta vez, la gente sintió que ese soplo provenía de un pozo ciego recién destapado. Ganó el delirante ese que habla con un perro muerto y pretende ser un nuevo Moisés. Peor que agarrarse una peste es enamorarse del verdugo. Vino un período durante el que se abatió la desgracia. Una bandada de miles de cuervos se posó sobre la Argentina. No sé cómo pasó, pero la gente empezó a dar hurras y a festejar cuando algo perjudicaba a otros. Aplaudían los despidos, la reducción de los salarios, la quita de derechos. ¿Qué pensarían, que a ellos no les podía tocar algo así? ¿Nunca? Una mañana estaba en la guardia del hospital esperando que me atendieran. Desde un televisor encendido en un rincón, el loco de la kipá, motosierra en mano, decía: «Esperemos que los senadores no apoyen esta demagogia populista. De cualquier forma, nuestro compromiso es vetar cualquier cosa que atente contra el déficit». Rugía que iba a vetar un aumento del siete por ciento a las jubilaciones votado por los diputados. Una cifra que alcanzaría con suerte a poco más de un kilo de carnes. Para mi sorpresa, una anciana que estaba sentada a mi lado, cubierta por un tapado que debía de haber heredado de la bisabuela, exclamó en voz alta:
—¡Así se habla! No hay que aflojar ahora, después de tanto sacrificio.
—¿Le parece, abuela? Gastan millones de dólares en armas para reprimir a los jubilados, pero no pueden darles veinte mil pesos de aumento —dije tratando de que el tono de mi voz sonara lo más amable posible.
—Me parece. Sí. Y no soy tu abuela.
IV
Espero al camión en la puta esquina. Miro la copa de una araucaria detrás de la reja del Botánico. Hay mucha gente ahí adentro, ahora. Aprovecharon la tierra para hacer una quinta. Tomates, papas, cebolla. Llega Alberto. Se baja contento. Me muestra una bolsa de alimento que lleva impresa la cara sonriente de un ovejero alemán.
—¿Qué, tenés un perro ahora?
—¿Perro, estás loco? Tengo una vecina que hace un guiso con esto. Algo como un pastel de papa, pero sin carne. Proteína, dice.
Cobré la semana y voy a comer un potage de lentejas a una fonda que un okupa armó donde antes estaba la sanguchería Subway. No sé bien qué le pone, pero le sale sabroso y no me arranca la cabeza. Entra el panadero de la esquina de Uriarte. Elige una mesa, se sienta y pide lo mismo. Lo conozco. Acostumbraba ir a comprar un sánguche de salame y queso cada tanto. Antes, claro, hace bastante tiempo. Me saluda moviendo la cabeza:
—¿Qué tal, cómo andás? —digo. Deja la cuchara dentro del plato y me mira.
—¿Cómo ando? ¿En serio preguntás cómo ando? Tuve que cerrar porque ya no había harina. Un buen día, se metió una banda de maleantes en el local que me desalojó a los golpes. ¿Y me preguntás cómo ando? Ahora yo te pregunto a vos: ¿cómo andás? Decime: ¿cómo andás, eh?
Me resulta difícil de explicar. No es lo mío. El mismo loco de mierda volvió a ganar las elecciones. Sacaron por decreto que el voto ya no era obligatorio y armaron una boleta única bastante compleja, para confundir a la gente. La opo protestó, pero no hubo caso. Se agrandaron y se pusieron bravos. La violencia, la burla y el saqueo se multiplicaron. Una nube de langostas al borde de la muerte por desnutrición se abatió sobre el país para chuparle la savia y secarlo. Los del campo, la megaminería, las industrias, los bancos, todos vampiros con una sed de sangre como si hubieran estado cien años a pan y agua. Pasaron muchas cosas. Los alimentos y los servicios aumentaron. Viajar en subte subió hasta un dólar veinte y sigue para arriba, aunque ya no se detiene en algunas estaciones y las escaleras mecánicas están todas tracción a sangre. Cerraron las universidades, los hospitales, las escuelas técnicas. Cerraron las panaderías, las tiendas de ropa, las farmacias. Mientras tanto, ves por todos lados grúas pluma levantando complejos de hiper lujo. Casi a diario se oyen cuatro o cinco explosiones. Las usan para reducir a escombros los edificios viejos. Voltean de a tres o cuatro manzanas juntas. Después vienen las topadoras a levantar la basura y arranca la construcción. Pregunto: ¿a quién pensarán vender tanta cosa? Fue de a poco, igual que la peste, esta malaria llegó de a poco y en silencio. Bueno, no tan en silencio. Los funcionarios no paraban de decir que todo iba genial. El presidente dijo en televisión: «la economía va para arriba, como pedo de buzo». Tal cual, ¿eh? No le agrego ni le quito nada. El loco habla siempre así. La diferencia con la pandemia está en que este carnaval llegó para quedarse, parece. Ahí veo venir el camión. Llega por el otro lado, no desde el bajo.
—Vas a tener que agarrar por Las Heras —dice Alberto—. Hay un bloqueo por una manifestación en Callao, no dejan laburar estos pelotudos.
¿Pensará que está mal protestar porque te dejaron sin trabajo? ¿Aunque la soga venga con mierda, tenemos que tirar hasta con los dientes? No digo nada. Subo y ajusto el asiento. El motor del Scania, que regula en baja, genera una falsa sensación de tranquilidad, pero basta con mirar el tablero para hundirse en la mierda. En la penumbra de la cabina, parpadean las luces rojas de nivel de aceite, temperatura y otras dos que no tengo idea de qué carajo están avisando. Salgo, doblo en redondo y busco Las Heras. La aguja del agua sube hasta la mierda. Tengo que rellenar el radiador. Paro, busco en los bidones detrás del asiento: vacíos. ¡Qué lo re parió al Alberto! Me dejó sin agua. Arranco. Si me quedo parado, los fierros se ponen al rojo vivo, es peligroso. Voy despacio, algo de aire, por lo menos, para que no se me vaya a fundir. Paro frente al hospital Rivadavia. Agarro dos bidones y corro como si me persiguiera un perro rabioso. Entro. Encuentro una canilla. Nada. No tiene agua. Voy al jardín. Hay unos ñatos cuidando una quinta.
—¡Agua! El camión se me funde.
—¡Allá, aquella tiene! —grita un muchacho puro hueso y cabeza, con pinta de estar recién escapado de la morgue. Lleno los dos. Abro el capot. Abro la tapa. Sale un chorro que parece la estela de un cohete iraní. Echo un poco, no vaya a ser que se raje el block. Más agua. Se hace vapor en el acto. No sé cómo no se fundió. Le mando hasta que rebalsa. Vuelvo al jardín del hospital para llevarlos llenos. Me topo con un hombre de guardapolvo. Sucio, manchado, le queda poco de blanco. Veo que respira entre espasmos, como dominado por la angustia. «Dr. Jacinto De la Fuente». tiene bordado en el bolsillo.
—¿Qué le pasa? ¿Necesita ayuda? —y ya me estoy arrepintiendo. No me sale el papel de carmelita descalza. No me tendría que haber metido. ¡Qué pelotudo!
—Los pibes…
—¡Qué pasa con los pibes!
—Clausuraron el hospital. Se lo dieron a los privados.
—Bueno, en una de esas es para mejor.
—No dejaron sin vacunas para cumplir con el programa. La virulencia es mayor ahora por el aislamiento. Tengo las salas repletas de chicos con sarampión, con tos convulsa, meningitis.
Lo dejo. Me aparto. Doy un par de pasos hacia el camión, todavía me siento como obligado. ¡A la mierda con los pibes! Doy tres o cuatro zancadas, trepo a la cabina y ya estoy cerrando la puerta de un golpe. Arranco. Todo parece normal. La luz del agua se apagó. Quedan las otras, pero no les hago caso. Pongo primera y salgo. Hay que recorrer unos cuantos kilómetros para llegar al campo. Voy con el corazón entre las manos, como si fuera una paloma con un ala rota. Todo atado con alambre. ¿Cómo llegamos a esto? ¿Qué nos empuja a caminar haciendo equilibrio por el borde del acantilado? Siempre que pueda, siempre que el motor no reviente, siempre que no me paren antes, siempre que todo. El mundo está dado vuelta patas para arriba. San Juan y Mendoza se declararon país independiente, Misiones forma parte de Brasil, los yanquis compraron Tierra del Fuego; un consorcio internacional puso una barrera al sur del río Colorado y proclamó la República Patagonia Libre, mientras que nuestra joya, la pampa húmeda está en venta. Hay que recorrer unos setenta kilómetros desde el punto de relevo. En tiempos idos ese trayecto demandaba poco más de una hora. Pero ya nada es igual. Hay que esquivar las ollas populares, las filas de familias esperando comida en las iglesias, las manifestaciones de obreros despedidos, los camiones hidrantes de la policía. A cada paso un corte, una barricada. Árboles cruzados derribados por la gente para hacer leña. Las ciudades sin gas, sin luz, sin agua. Los edificios no son más que cáscaras huecas repletas de gente y basura. Incendios aquí y allá. ¿Qué pasa con el fuego? La gente de guita emigró a los barrios cerrados. La policía y la gendarmería rodean esos guetos formando un cerco de gas lacrimógeno y plomo que sólo un loco intentaría pasar. Fronteras internas, el poder y la gloria. «Las fuerzas del Cielo». El camión amarillo era conocido de cuando llevábamos los muertos de la peste. Inspira cierta mezcla de asco y miedo que nos protege. Pero nunca hice dos viajes iguales. Ya no hay tanta gente ni tantos autos. Millones emigraron, los que pudieron. Desaparecieron todos los latinoamericanos, los de las provincias huyeron de vuelta a sus orígenes. Vendieron a precio vil autos y casas para pagar los pasajes y rajar. Acelero, no quiero que me paren. Nunca se sabe. En la esquina de Pueyrredón hay un retén armado por tipos vestidos de policía. Igual, aunque fueran de verdad policías, no pararía. Volanteo y amago a tirarles el camión encima. Saltan hacia la vereda dejándome libre la calle. No hay muchos vehículos. Todo se fue al carajo. Vidrieras rotas, cortinas metálicas arrancadas, saqueos, humo. El motor ruge con mil ruidos de metales sueltos como si un loco estuviera sacudiendo una lata llena de bulones. No creo que aguante los cuatro viajes que me faltan. Todo mal, sí. Malditos payasos, y malditos todos nosotros. Paso pitando por las esquinas. Acelero. Hay una concentración frente a la iglesia de Constitución. Una multitud aporrea y reclama que abran las puertas para que les den un plato de sopa. Ya nadie le pide perdón a dios, ahora se le reclama comida. Subo a la autopista. Piso el pedal a fondo. Acelero. Por suerte, para Alberto y para mí, seguimos teniendo trabajo. Empezaron a construir varios pabellones del tamaño de un par de canchas de fútbol. Dio la casualidad que fue justo en un predio vecino a los galpones donde íbamos antes. El mismo camión amarillo pero ahora, lo que llevamos son materiales para la construcción. Una ventaja: como no hay que lavar el camión metemos un viaje más cada uno. Volvemos a hacer el cambio de turno en la misma esquina de mierda. Bueno, más o menos de mierda. A mí me viene bien porque estoy a pasos de la pensión, y a Alberto, le resulta conveniente porque está a un par de cuadras de la estación de tren. La única línea de ferrocarril que todavía funciona: de Retiro a la Concha de la Lora. Claro que tenemos que tener cuidado, sobre todo cuando el cambio de turno es de noche. Si te descuidás te rodea una pandilla de diez pendejos con los sesos reventados de tanto paco y te hacen boleta para sacarte unas monedas. Algo muy de los pibes de ahora, que se conoce como «robo piraña». Ocho o diez mocosos te rodean. Ni siquiera tienen un fierro. Te pinchan con una navaja o un tenedor, con lo que tengan a mano; te cortan, te dan con un martillo o con una tenaza, patadas y trompadas. Mientras te la dan, te meten la mano en los bolsillos, se llevan la mochila, la cartera. Un día Alberto dijo que no era seguro estar ahí parados esperando el relevo:
—Te la ponen por nada, te la ponen. Te sacan un ojo, te cortan la lengua o el cogote. Mocosos de mierda.
—¿Qué hacemos?
—No sé. Por lo menos pongamos por ahí un par de barretas. En aquel zaguán vi una moldura en la que podríamos esconder una. Y la otra, no sé. Busquemos dónde.
Conseguimos dos palancas bien pesadas. A una le sacamos punta con una amoladora que nos prestaron en el taller. No queda otra que estar preparados para todo. Así está el país. De día: quinientos mil efectivos armados hasta los dientes para reprimir cualquier protesta de la población. De noche: los zombies de la droga, las pirañas; el gobierno paralelo manejado por los narcos, y ya se sabe que las paralelas no se tocan. Entraron por las villas. Primero la regalan o la venden por dos pesos. Saben que el paco te hace adicto por asalto. Una sola vez alcanza. Te tirás en el catre, le das a la pipa y te olvidás de todo. Después, un rato bien corto después, necesitás otro saque. Pero el dealer ya no te fía, y ahora el preció subió. Entonces salís dispuesto a todo, como sea, con lo que tengas o con los dientes. Salen, sí. Como hormigas, como moscas, los pibes de las villas. Los pibes y los padres que los mandan. También salen los señores respetables de antes: los sociólogos y los profesores. Todos contra todos. Comer o ser comido. Mientras tanto, el loco de la kipá sale besuqueando a vedettes para hacerse el macho pistola. Claro que no las besa: les chupa el mentón nomás, porque no son las pechugonas lo que le gusta. Un sainete. Termino mi turno. Me bajo del camión y la veo. Viene desde Gurruchaga para Borges. Camina hacia mí. La vi cuando estaba por la mitad de la cuadra. Camina como si fuera abriendo una zanja en la vereda. Un destructor navegando entre la mugre de la avenida. La miro y flasheo que ella también me mira. Siento algo que creía tener olvidado: el cosquilleo de la calentura. El desequilibrio que provoca una hembra que se te acerca taconeando. Me envolvió desde lejos con su olor a almizcle. En ese momento pensé que estábamos nosotros dos solos en el barrio muerto. Estar con una hembra: piel y saliva, sudor, olores. Me decido a encararla. Morocha, bien armada. Me hace sentir como un beduino que ve un oasis. Doy un paso en su dirección. Veo a tres pendejos agazapados preparados para sorprenderla. Busco la barreta en la moldura. Se siente bien, es pesada. La mujer avanza despreocupada, no hay un alma en la avenida, sólo me ve a mí cruzando la bocacalle. Brilla una navaja en la mano de uno de los piraña. Otro, espía el andar de la víctima agachado, casi al ras de la vereda. Alcanzo a ver otro reflejo, aunque no sé qué es. ¿Una manopla, un cuchillo? La mujer se detiene. Duda. ¿Habrá escuchado un ruido? ¿Habrá visto algo? Le hago señas para que retroceda, pero no me mira a mí. Tiene los ojos clavados en la ochava. El que espiaba se incorpora y da un grito:
—¡Vamo ya, vamo a darle!
Ese grito me hace saltar con el hierro en alto, listo para pegar. La mujer busca algo en la cartera. Los tres piraña se frenan. Esperan para ver si está armada. Se abren. Uno va pegado a la pared. El de la navaja va por el medio. El otro, por el cordón, como para agarrarla por detrás. Pero dudan, quieren ver qué saca. Ese segundo me alcanza para llegar hasta el más grande, el que había visto sacar la navaja. Me oye llegar y empieza a darse vuelta.
—¡Guarda! —grita.
Pero le descargo un golpe en el brazo. Le pego como si con el golpe tuviera que desmayar a un toro. ¡Crac! Ruido a madera rota.
—¡Hijo de…! —de revoleo le doy otra vez en la cara.
Suelta el cuchillo. Sin detenerme a mirar doy un lingotazo con la barreta hacia el que tengo a mi izquierda, del lado del cordón. Le doy, pero no veo dónde le doy. La veo a ella. Grita hecha una furia mientras vacía un tubo de gas pimienta en la cara del que va contra la pared que la amenaza con una botella rota. Me muevo hacia la mujer. El del brazo quebrado está en el piso. Trata de patearme. Le sacudo otro fierrazo. La mujer levanta una mano hacia mí. Tarde. Siento un filo que me cruza la mejilla. No duele. El acero se abre paso en mi cara y no me duele. Me doy vuelta y lo veo. Es un pibe que está tan asustado como yo. Tendrá doce, catorce, no más, pero carga la muerte al hombro. Lleva atrás la mano con el cuchillo como para acertarme en las tripas. Golpeo con toda la furia. El cuchillo vuela. Golpeo otra vez. Creo que le doy en el cuello.
—¡Rajemo! —grita uno.
Retroceden. El del gas pimienta se refriega los ojos, otro se agarra el brazo. El que me cortó la cara, amaga a levantar el cuchillo.
—¡Te reviento! —oigo mi voz decir.
El pibe se aparta, se junta con los otros dos y se van. Gritan y putean. No les hago caso. La mujer, encorvada, respirando agitada, me mira con esos ojos del tamaño y el color de un durazno maduro.
—¡Qué susto! —exhala con la voz entrecortada.
—Si no fuera por vos, me matan. Pero ¿qué hacías acá?
—Te esperaba para invitarte a tomar un café.
Miró en derredor. Sonrió por la broma, en aquel barrio hacía años que no había dónde mierda tomar un café.
—Me salvaste la vida. Gracias.
—Nada, no fue nada. ¿Vivís por acá, cerca?
—Sí, acá nomás. Pero no me invites a nada ni pidas nada.
—Un rato, charlar un poco y eso…
—No, gracias. Me salvaste, pero no estoy para nada. Hacé de cuenta que tengo gonorrea.
¿Qué decir? Me mató, no sé qué contestar, cómo retenerla. Camina despacio, con ese andar de destructor que tiene. Se va por Borges hacia Güemes.
V
Falta una cuadra para llegar a la 9 de julio. Una barricada. Acelero, doy un volantazo, cruzo a la mano de enfrente y subo a la vereda en la ochava. Logro esquivarlos. Escucho un par de golpes fuertes atrás, en la caja. Tal vez fueron disparos. La luz de aceite ya no parpadea, ahora brilla fija rojo violento. Tendría que parar y agregar unos litros ¿pero dónde? Están los que disparan desde los balcones. Otros, van embozados con cuchillos de cocina escondidos entre las ropas y atacan al primero que se les cruza. Muchos se suicidan arrojándose de los balcones. Lluvia de muerte. Hay cuerpos en las calles. La ciudad está invadida por cuervos y caranchos. Ratas grandes como gatos se pasean a la luz del día. Hay que aguantar, no queda otra. El de la kipá dice que en quince o veinte años vamos a ser como Irlanda. Eso es lo que dice. No estoy muy seguro. ¿Cómo será Irlanda? Llego a la avenida, tomo por el carril central. Tengo que tener cuidado cerca del Obelisco. Siempre hay manifestaciones y camiones atravesados para impedir el paso. Apuro la marcha. El motor ruge. Por las ranuras del capot sale vapor. No voy a llegar. Desvío. Subo por Sarmiento. Al cruzar Callao me llevo por delante la trompa de un autito. Pobre tipo, por esquivar a otro se la vengo a pegar a él. Le di tal golpazo a ochenta por hora que dio una vuelta de campana y quedó con las cuatro ruedas mirando al cielo. Acelero hasta Riobamba y doblo. Paso por las ruinas del ex hospital Garrahan. Le dieron hasta que no quedó nada. Ahora está habitado por los sin techo. ¿Y los pibes? Que se jodan, los pibes. Sin plata no se puede andar por este mundo. Los enfermos, los viejos, los diferentes, no pueden vivir a costa de los demás. Así fue como este país se fue a la mierda. Un viejo meado se agarraba una purgación y entre todos le teníamos que pagar la atención médica y los remedios. ¡Increíble! Subo a la autopista 25 de mayo para enganchar con la Buenos Aires – La Plata. Acá hay menos tránsito, ya voy mejor. Ahora voy a cien. Es difícil que alguien se le atreva a este bólido amarillo que va muy rápido echando humo negro por el escape y vapor por la tapa del motor. Igual, son muy pocos los que andan. El quilombo está en el centro. En los lugares donde es posible encontrar algo de comida y bebida. Paso por las cabinas de peaje. Están vacías, las barreras levantadas. Veo el puerto a mi izquierda, los negros brazos de las grúas permanecen inmóviles. No hay nada para cargar ni descargar. A la derecha está la villa, los ranchos apiñados por la miseria. Hace meses que fueron arrasados por un incendio. Todavía hay humo que agita el viento. Sigo. Acelero. Me aferro al volante y miro el camino. Voy y voy y voy; no queda otra. Se me acalambra la pierna de tanto apretar el acelerador. Sigo por la ruta 2 rumbo a Mar del Plata. Mar del Plata, qué lejos parece, perdida en la niebla, en el tiempo. Estoy llegando a mi destino. Veo el cartel, aminoro la marcha y doblo por el camino de tierra. Es poco más de un kilómetro hasta la tranquera, detrás de los otros galpones. Llego a la caseta de guardia. Los gorilas están más armados que un tanque Sherman. Corren la reja. Entro. El primer alambrado pasa los cuatro metros. Después viene otro igual de alto. En este predio entrarían diez canchas como la de River. No sé, tal vez más. Cuatro torres coronadas por casillas vidriadas. Ya hay dos bloques casi terminados. Topadoras, tractores, camiones hormigoneros. Hacen señas para que atraque. Lo único que tengo que hacer es abrir las puertas. Las abro. Se acercan dos autoelevadores. Nos saludamos. Un poco de buena onda no viene mal. No hay charla, no se pierde tiempo, no se distraen. Ahora son así todos los laburos. Ni para ir a mear hay permiso. Si no sonó el timbre: meate encima. Todo controlado por las cámaras que hay instaladas cada pocos metros. Pronto todo va a ser manejado por robots. Pienso en la mujer. Hago otros dos viajes. Ahora, cuando paso por la esquina, miro calle adentro para ver si la veo. Nunca la volví a ver.
Cerca del cruce Etcheverry me pregunto: ¿cómo llegamos a esto? No sé cómo, no sé por qué.