jueves, 26 de diciembre de 2024

LA ISLA DE LOS MUERTOS

Época: año 1470 a.C.

 

*


La vieja Lihuel, después de mirarlo con fuego a los ojos le había susurrado que se anduviera con cuidado durante la ceremonia del kamaruko, porque dos noches antes había visto en un sueño una nube sobre la cabeza de Wikür, su protegido, y eso era un mal presagio. Pero él no hizo caso, se encogió de hombros, siguió dándole a la chicha y después, pasó lo que pasó. Aunque muchos ni cuenta se dieron de lo ocurrido, porque de tanto bailar y tomar se habían tirado a dormir la borrachera a los costados del rewe, sin guardar ningún respeto por el espacio sagrado.

    La vieja había dicho que evitara discusiones y peleas, que no se mezclara con la gente. Pero, ¿qué quería que hiciera? ¿Acaso quedarse solo, encerrado, a oscuras, mientras los demás no daban más de tanto bailar y tomar? Maldito brebaje: cuanto más bebía más quería de aquél mushay de piñones, blanco y picante, que le entraba como fuego a la cabeza.

Ahora, después de lo ocurrido, la vieja le ordenó que se fuera lejos porque ya no había lugar para él en el lof. Lo abrazó fuerte, le frotó la nariz, le dio un beso en la frente y, una vez que se acallaron los gritos dijo:

—Andate. Cruzá las cumbres y bajá hacia el agua grande, donde se pone el sol. Para que puedas andar sin tropiezos ni demoras, te voy a hacer una magia buena que va a limpiar tu püllü. Así no podrás recordar qué pasó hasta que llegues al final de tu camino. Es eso, nada más: un nguyün que si te das vuelta a mirar hará que todo se ponga negro, como si no tuvieras ojos. 

—Durante el viaje juntá de esos hongos que uso para las ceremonias. Cuando llegues a la orilla encendé un fuego, comé uno y dejá pasar un tiempo hasta que te vengan arcadas y vómitos. Ya me viste a mí y sabés que eso no dura mucho, no te asustes. Dejá pasar un rato y después andá comiendo despacio los demás, cinco o seis van a ser suficientes. —Cuando termines invocá a tus ancestros, descansá y esperá. 

    Después lo apretó con fuerza otra vez contra su cuerpo descarnado. —Ahora andate, antes de que salgan de la sorpresa y los domine la furia. Van a armar partidas y te van a buscar durante mucho tiempo.

Obedece el mandato. Poco antes del alba ya bordea un arroyo y empieza a bajar hacia el pie de los cerros. Una vez que cruce los valles donde pastan los guanacos tendrá que superar las cumbres que lo separan del agua grande. Sabe cómo llegar, conoce los pasos entre las rocas gigantes, los precipicios y cañadones. 


**


Partir produce dolor; a medida que uno se aleja desaparecen los buenos recuerdos, los días alegres y las fiestas. El morral se carga con las tristezas vividas, con las traiciones, los momentos de coraje y los de cobardía, se siente en el pecho que la carne se desgarra. Tal vez a otros le pase lo contrario, pero él había tenido poco de lo bueno y muchas amarguras. Se alejaba porque así tenía que ser, porque no podía quedarse.

A media mañana hace un alto. Ahueca las manos para beber de un arroyo. Siente aquel frescor líquido que se escurre desde las grandes rocas que retienen las nieves eternas. Agua blanca y el sol apareados, la dureza del granito, el verdor del ágata, el misterio del ópalo, la transparencia del cuarzo.

Centellas en el azul. Dos cóndores con las alas desplegadas planean dando giros llevados por las corrientes de aire. Los pierde de vista cuando la cumbre del cerro los oculta, pero al rato aparecen por el otro lado. Wikür siente pereza y envidia al verlos así, flotar sin esfuerzo, como si nada los apurara, como si no tuvieran urgencia alguna.

Wikür era de esa tierra, sus ancestros eran de allí; conocía cada ruido, cada roce, el tambor del tucu-tucu, las sendas de las liebres, las cuevas de los coipos. Sabía del ojo del cóndor y de la astucia del puma en busca de la presa, percibía el palpitar de los corazones de las víctimas temerosas de la garra o del zarpazo. 

Ahora baja por la ladera cada vez más lejos de los suyos, con la certeza que ya no verá más la fronda del canelo sagrado en el centro del rewe, las ramas adornadas con las cintas de colores. Ya no verá más a la vieja Lihuel, la que siempre lo había protegido.

Partir es así: a cada paso el que se va siente que los recuerdos se pierden tras un manto de niebla y vacío. Un vacío que devora el pasado mientras crece la certeza de que no habrá retorno posible; es como darse la muerte de a poco, según crece la lejanía, según cambia el paisaje.


Camina sin darse respiro. Pasa la línea de los cerros más altos. Atraviesa los bosques. Nada lo sorprende, es su lugar en el mundo, su tierra. Apura el paso, quiere llegar pronto al agua grande. Siente los dedos entumecidos por el frío. Sigue hasta que no puede más. Elige un lugar para pasar la noche. Enciende un fuego.

Trata de dormir, pero lo inquietan los trafentum, las entidades negativas que se aprovechan de las personas debilitadas. Lo invade la pena; una pena sin fin, una pena que, tal vez, le dará descanso cuando termine el viaje. Es tristeza por el rencor que le robó la vida, ese rencor que es como la garra de un puma que desgarra sus entrañas. Trata de mirar hacia atrás, intenta recordar, pero una niebla negra se lo impide.

La marcha hacia el agua grande no lo inquieta, presiente que cuando llegue a destino y se encuentre con el barquero llegará la paz a su espíritu infectado de angustia. Le molesta el peso que siente sobre el pecho. Pesa el aire, pesa el bosque, pesa la noche con los puntos que titilan a lo lejos, en el cielo, en lo profundo del wenumapu, donde reina Ngnechén.

Cierra los ojos. Nada puede hacerle daño allí, salvo los demonios que van a venir cuando se duerma. Los conoce, hace muchos, muchos años que no tiene una noche tranquila. Pero ahora, cierra los ojos y cede al cansancio de la larga jornada. Entra en el mundo del peuma, las cuevas donde esperan los sueños. Puede ver a su alrededor, puede oír el chisporroteo de la fogata, pero hay otro ruido más fuerte que el resto, un ruido que hiela la sangre: el ruido del filo que quiebra el hueso.


En cuatro días llega a las arenas negras de una playa, todavía sometida por las sombras del acantilado. La lejanía, el aire húmedo y salitroso hacen que sienta que su cuerpo se desintegra. La espuma de pequeñas olas y los revuelos de pájaros de alas blancas bordan figuras cambiantes. Busca la isla, pero no la ve, nada interrumpe la línea del horizonte. Los rayos del sol caen a pico y levantan mil reflejos en el agua. Cabrillas de cresta blanca y lomo negro. 

Lo invade una calma desconocida para él hasta entonces. Dos pumas hambrientos lo habían perseguido desde que podía recordar: la ausencia de la mirada de la madre –muerta durante el parto– y la pesadumbre en la de su padre. Eso, y la carga de la culpa por su brazo defectuoso, que sufría como un castigo.

La única persona que lo había cobijado y cuidado como si fuera su propio hijo cuando quedó huérfano, había sido la machi. Por las noches lo arropaba y le contaba historias del origen del pueblo mapuche. Contaba de la lucha entre las diosas del mar y la tierra, de las lluvias sin fin y la crecida de los mares hasta que taparon la tierra y los che debieron refugiarse en los volcanes. Y así fue durante mucho tiempo hasta que la inundación cedió. De a poco, las aguas retrocedieron y el wallmapu, quedó como territorio de los che para siempre.

Wikür despierta. Espera el momento propicio para invocar al barquero. Busca los hongos en el morral. Mastica lentamente el primero; un sabor amargo y picante, mezcla de tierra y resina invade su boca. Al rato, lo domina una arcada seguida por otras, hasta que queda apoyado sobre manos y rodillas, con la cabeza gacha en un intento por forzar un vómito. Luego lo vence una serie de bostezos. Sabe que es el cuerpo que se resiste a soltar al espíritu.


***


Come el segundo. Náuseas. Vértigo. Se desliza, da vueltas, todo vira hacia el verde, seguido de una lenta espiral hacia el azul. La tierra, el agua, el aire, sus piernas y brazos, no hay nada que no se coloree de azul, hasta las brasas de la fogata. Azul sobre azul, los pájaros, las montañas, la arena. «Comé uno por cada dedo de tu mano», le había dicho la machi. Se estremece. Una sacudida recorre su cuerpo de arriba abajo. Es la magia que le había hecho la vieja que lo deja libre. Se abre la niebla, ahora va a poder recordar el pasado.

Está en la fiesta del kamaruko, apartado, apoyado contra el tronco de un ñire alrededor del que dejaron hachas y lanzas los invitados. Lleva bebidos muchos cuencos de mushay y no puede parar. Todos cantan y bailan alrededor del canelo tomados de las cintas de colores. Suenan el kultrúng y el trompe, risas, gritos, algarabía. Wikür permanece mudo, agazapado, lejos de los fulgores de las fogatas. Mira a Tahiel y a Ailen. Los ve abrazarse y reír.

Y al ver esas caricias, esas risas, siente que lo domina la rabia. Maldice cada día de su vida; maldice haber nacido a costa de la vida de su madre, muerta durante el parto. Maldice a su padre dedicado a la guerra; ese padre que solo tenía ojos para Tahiel, el hijo fuerte y aguerrido. Y la rabia incendia el odio. Un odio cargado por años de sentimientos encontrados. Lo desgarra el recuerdo de una de las pocas veces que había mantenido una conversación con su padre, cuando pidió permiso para ser iniciado como guerrero. El hombre guardó silencio por un momento, con la mirada fija en algún punto más allá de Wikür. Colocó una mano sobre el hombro del hijo y dijo: Wikür, querido hijo, usted no puede ser guerrero, algo tan cierto como la piedra o la tierra. Mire a su alrededor: tampoco podrá volar como los pájaros ni dar sombra como un árbol, pero no por eso es menos hombre ni es menos lo que la vida le ofrece. Deje de echar culpas y, también, deje de sentirlas. Entienda que la vida es un don de Ngnechén, como sea que haya sido dado.

Empuña un hacha y avanza hacia el centro del rewe. Ve las fogatas, ve a la gente danzando, pero todo está borroso. Solo ve a Ailen y a Tahiel que ríen. Presiente el horror. Tiembla cuando advierte que una fuerza que no puede controlar lo obliga a ir hacia ellos. Se resiste, pero no puede evitar dar el primer paso. Camina movido por el fuego que le quema las entrañas.  

Avanza con la mirada fija en Ailen, y no puede apartarla. Ella está junto a Tahiel. Ríen, se besan y abrazan. Tiembla. Desde que eran chicos, cuando jugaban todos juntos, Wikür había sentido devoción por Ailen, pero nunca se atrevió a decir nada. Wikür, el tullido, el del brazo como una rama reseca. Después Tahiel pasó la ceremonia de iniciación como guerrero y abandonó los juegos.

Y ahora los ve juntos. Los ve felices. Ve que ríen de su brazo, de su timidez, ríen y lo miran mientras se acarician. Siente que los wekufe se apoderan de su cuerpo y de su mente. Son ellos, los diablos los que lo mueven. Avanza dando zancadas. Por el rabillo del ojo ve a la machi que corre hacia él con los brazos extendidos, las manos abiertas. Oye que grita; no hace caso. Sigue. 

Sigue hasta que se planta frente a ellos. No ve nada más, no oye el barullo de la ceremonia. Da un salto y se alza desafiante frente a Tahiel. Siente con sorpresa y espanto la fuerza que lo gobierna. El brazo sano vuela hacia atrás blandiendo el hacha. De su garganta brota un alarido que hiela la sangre. Tahiel lo mira con los ojos desorbitados. Inmóvil, no atina a reaccionar por lo inesperado del ataque. Alguien grita, pero Wikür no se distrae. 

Trata de resistir, pero no tiene nada que oponer a la ferocidad de ese impulso. Nada puede hacer contra aquella energía oscura. Cae, el filo, en el que refulge el rojo de las llamas de las fogatas. Tahiel comienza a levantar los brazos para protegerse. Todavía no es tarde. El horror estruja el corazón de Wikür mientras cae el hacha y ve los ojos de Tahiel dilatándose. Todavía hay tiempo, pero Tahiel no se aparta, no se defiende. Oye el grito de Ailen un instante antes del golpe. También él grita cuando ve el filo del sílice que hiende el cráneo de su hermano con un ruido seco, como el de una vasija que se rompe.

El cuerpo de Tahiel se afloja. Ailen lo aferra con ambas manos para que no golpee contra el suelo, como si con eso pudiera protegerlo de la muerte. Wikür trastabilla arrastrado por el peso del cuerpo que cae. Da un tirón para arrancar el hacha del tajo. La herida es fatal. De la cabeza abierta en dos chorrea un cieno amarillento. La vida se escapa. La muerte anuncia su llegada con un par de estertores.

    Callan el kultrúng y el trompe. Todos quedan inmóviles consternados por la tragedia. Al instante, la machi se acerca a Wikür, lo toma por un brazo y lo lleva aparte. Hace que se arrodille sobre unas pieles, abre sus dedos obligándolo a soltar el hacha ensangrentada y le masajea las sienes mientras canturrea en voz baja. Suelta un gemido.

—Matar a tu hermano... nunca creí que podía pasar algo así. Ahora estás obligado a marcharte lejos, cruzar las cumbres y bajar hacia el agua grande, donde se pone el sol. Cuando llegues, tendrás que invocar a tus ancestros y rogar que te vaya a buscar el barquero. Tal vez hablando con ellos encuentres la paz.


                                                              ****


Come el último hongo. Las piñas chisporrotean en la fogata. Todo comienza a girar a su alrededor más y más rápido. Gira el universo y Wikür es el eje, como si estuviera suspendido en el centro de una esfera. Peces, montañas, aves, pumas, estrellas, bosques enteros giran y giran. Restallan truenos que golpean en sus oídos

Todo se detiene. Siente que sus pies se apoyan sobre la arena y el mundo vuelve a ocupar el espacio tal como siempre. Comienza a ver el paisaje como si estuviera en lo alto de un risco. Levita. Ve su cuerpo tendido en la arena. Una cuerda verde brillante todavía lo ata a su carne. 

A la distancia, como si flotara en un mar de grasa derretida, divisa la isla de los muertos. El sol: fuego quemado por fuego. Ahora ve llegar al barquero. Baja hacia la playa, pero sigue atado. Da un tirón en un intento de cortar el amarre. Un temblor recorre lo que aún queda de su cuerpo; un sacudimiento de pies a cabeza, estertores que anuncian el fin. Está aferrado a lo que fue él mismo, la piel arde, la sangre se espesa. Los despojos resisten su partida mientras que lo envuelve el frío de la muerte.

—¡Vamos, ya es la hora! —grita el barquero.

La tierra se parte en grietas profundas y brotan alimañas de pieles negras, sanguinolentas, de vientres hinchados: criaturas de otro mundo que invaden aquello que había sido su cuerpo.

—¡Vamos! —insiste el barquero.

  El cordón de luz que lo une al cadáver se opaca. Una última sacudida le indica que ya nada tiene que ver con lo anterior. Se dirige hacia la barca. Las aguas se aquietan. Wikür se ubica en la proa, de espaldas al viejo, la mirada fija en la sombra negra que interrumpe la línea del horizonte. La embarcación parte sobre aquel mar sin olas. Un cóndor hace un par de giros al tiempo que lanza un graznido.

—Es mañke inka. Él nos va llevar.

El ave se dirige hacia el sol. La embarcación pega un tirón y sigue al pájaro. Pronto el sol queda tapado por sus alas. El universo desaparece tragado por la oscuridad. 

La canoa vara sobre una playa de arena. Una mole negra se alza recortada contra un fondo iluminado por una tenue luz  azul.

—Llegamos —dice el viejo. Wikür mira en derredor.

—Acá no hay nada. ¿Estamos en la isla?

—¿Y dónde si no?

—¿Y los ancestros?

—Ah, de eso no sé nada… Tal vez…

—¿Cuánto tendré que esperar?

—¿Esperar? Acá no se espera. En esta isla no hay tiempo.

Wikür da una vuelta sobre sí mismo. Nada ve salvo la sombra negra que semeja a un acantilado. El barquero empuja la canoa.

—Tengo que hacer otro viaje.

—¿Cuándo volverá?

—No volveré —dice alejándose con un golpe de los remos—. No hago dos viajes al mismo sitio… o al mismo tiempo, no sé. Nunca llevo a dos püllü a la misma isla.

Un viento se arremolina alrededor de Wikür. La playa y la sombra del acantilado desaparecen engullidos por la oscuridad.











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