martes, 28 de septiembre de 2021

El tiro del final



 Relato publicado en Revista Colofón - Ilustración: José Bejaramo



Desperté con los gallos, metí un par de troncos en la estufa, tiré de la palanca para abrir el tiraje, puse encima la pava con agua y ocupé el sillón frente a la ventana que da al corral. 

Estaba mal dormido; meta dar vueltas en la cama. Me había levantado varias veces para mear, transpirado y con una sed de locos. Noche perra como pocas porque jodía el Sultán, que no paraba de ladrar, y habían balado las ovejas; tal vez un zorro, un zorro de dos patas. Ni pensé en tirar un par de tiros por el ventanuco, como lo habría hecho antes, por si me andaban carneando unos corderos. Tengo ganas de fumar.

Ella se la pasó murmurando: “Esto se termina. No quiero vivir más aquí”. Treinta años de casados, primera y única novia, mujer de toda la vida, el proyecto de la chacra, hijos… y venir a decirme que se va de la casa porque necesita espacio, que ya no puede vivir conmigo, que quiere su propia vida. ¿Dónde habré puesto los fósforos?

La miraba yéndose y no podía creer que eso sucediera, que se largara de verdad, en el auto de Aída, la vecina. Treinta años de casados, siete de novios, compañeros del secundario y del profesorado. Toda la vida. Toda la vida a la mierda porque necesitaba espacio… ¿Qué es esto del espacio?

Habían estado de charla varios días. Yo andaba de trajín con las ovejas y esas cosas… el eléctrico, los bebederos. Lo de siempre. La otra venía y se pasaban las tardes tomando mate en la cocina, meta conversar. Sabía que estaban tramando algo, cosas de mujeres; sé que las mujeres necesitan contarse cosas, quejarse un poco o hablar de los hijos. Así que ni pregunté por el motivo de tanta visita. No era raro que viniera. Vive cruzando el camino; es difícil que pase un día sin que conversen un rato. Lo que no se me habría ocurrido jamás era que Hilda estuviera tan mal. Nunca debe de haber hablado con nadie tantas horas seguidas como durante aquellos días con Aída. “¿Qué será lo que tiene?”, me preguntaba.

Las cosas no salieron como estaba en los planes. Los planes son muy lindos, pero la realidad te baja de un palazo. La chacra es demasiado chica y ningún proyecto termina de cerrar. Nunca se da la vuelta, siempre faltan cinco para el peso. No podemos vender la producción en Viedma porque la caminera confisca todo a la entrada o hay que pagar coima. Los milicos dejan o no dejan pasar siguiendo instrucciones del frigorífico, que los mantiene bien coimeados.

La chacra no alcanza para subsistir. No da lo suficiente. Las ovejas ni dan para comer. Los hijos tuvieron que irse obligados a Viedma, a buscar de qué vivir por las suyas, porque nosotros no pudimos darles una puta mano. 

Esa fue una de las reivindicaciones de siempre de la cooperativa: que se repartieran tierras entre nuestros hijos, los hijos de los chacareros, para que no tuvieran que emigrar. Claro que los políticos prefieren repartir tierras entre sus propios hijos y entre sus empresas. No hay peor sordo que un político. Ahora sí que me van a escuchar. Llegó el momento de decir basta.

Eso es lo que no entiendo. Hilda siempre estuvo a la par mía. Vinimos acá y nos presentamos para que nos adjudicaran la chacra. Nos la dieron, sí, pero nos dieron esta mierda, tierra mala y poca, pura piedra. Hoy se termina, mejor así.

Después los partos, primero las chicas y después el pibe. Más adelante, el entusiasmo cuando entregaron las máquinas de la cooperativa. ¡Qué orgullo cuando vimos los silos terminados y echamos a andar el chimango! Cuando salieron las primeras toneladas de balanceado. El papel prensado no prende; tengo que abrirlo. Aquel asado… vinieron como doscientas personas. La coope se iba transformando en una potencia. Entonces sí que empezaron a arrimarse los otros.

Estaba también la alegría por la democracia. Habían pasado las primeras elecciones en muchos años y estábamos con todos los vientos. Nadie podría haber imaginado —en ese entonces— que iba a caer sobre Río Negro semejante manga de langostas que acabarían con todo. Una de las provincias más ricas, donde nada falta, saqueada a mansalva por estos ladrones que están en el gobierno desde hace tantos años. Ya está agarrando.

También en esas luchas estuvimos codo a codo. Éramos compañeros en el sentido más completo de la palabra. Ganaban una tras otra las elecciones con fraude, promesas y mentiras. Pero nunca le aflojamos. Teníamos la fe de la gente joven, creíamos en hacer un futuro para nuestros hijos. Había fe en la palabra, en la propaganda.

Empezó a venir Aída; quiero decir, empezó a venir a conversar durante horas, porque venir, venía siempre. ¡Qué sé yo! Se juntaron tantas cosas... También venían mis hijas y hablaban con Hilda mientras mateaban. Yo me iba quedando en el fondo de la chacra, arreglando alambrados, regando, cortando leña. Me mantenía ocupado para no ir a la cocina y sentir el silencio ese que hacían cuando aparecía yo. 

¡Cómo se me vinieron los quilombos! Primero fue la planta de alimento balanceado; la manejamos para la mierda, nos   endeudamos con el Instituto y tuvimos que entregarla para cancelar lo que debíamos. Después siguió la chacra. Por todos lados, tareas pendientes. Alambrados rotos, acequias embancadas, el eléctrico que tenía pérdidas y no pateaba. Cada cosa que iba a usar había que arreglarla antes. Roto, oxidado, piezas perdidas. Sin dinero, lo único que podía hacer era trabajar como un animal. Pero nunca nada salía derecho. Ahora van a ver cómo queda de arregladito todo… 

Así fue. Un poco de cada cosa. El trabajo atrasado, que no se pudieran vender los corderos en Viedma, las ovejas que se habían puesto mañeras y se escapaban de los potreros, las acequias embancadas que complicaban el riego, la mala relación con las hijas, el hijo que ni aparecía, Hilda que no hacía más que hablar con Aída. Cuando agarre el papel ya está.

Un poco de esto y otro poco de aquello. Uno no se da cuenta. Pero la cabeza empieza a trabajar y no para. Boludeces. No es que uno esté pensando en algo importante. Son mil cosas que se te vienen a la cabeza al mismo tiempo, todas urgentes… pura mierda. Me acordaba a cada rato de un tango que decía: “Ni el tiro del final te va a salir”.

Que se me rompió la muela y no fui al dentista, que se rompió la sopapa de la bomba, que no fui a buscar la cubierta de la camioneta a la gomería, que qué carajo estaría hablando Hilda con Aída, y así dale y dale, todo el día y toda la noche. La noche también, sin dormir, con la cabeza atropellada por tanta pavada. 

No hay paz. Discutimos como nunca. Lo peor es que me enojo, me recaliento y, en una de esas me la agarro con ella. No le pego, no, pero le mando un par de gritos o le contesto mal. Sí, hace mucho que ando así. Nadie se da cuenta porque parezco un tipo tranquilo. Hace mucho que ando con bronca. Si no vendo un cordero, bronca porque no vendo; si lo vendo, bronca porque el precio no alcanza para nada. Así con todo. Es algo raro... Furia, no sé. A veces tengo ganas de agarrar el revólver y liquidar a los corderos… o limpiarme yo. Lloro por cualquier cosa. Ando flojo y lloro por cualquier cosa. Me emociono. Antes me entusiasmaba estar vivo, tenía fuerza para todo. Ya no.

El doctor me dio una pastillita para dormir un poco mejor y eso fue todo. Nada se arregló. Siguió igual. Durante el día hay problemas que lo disponen mal a uno. Ayer los del consorcio me soldaron la compuerta y me dejaron sin agua porque estaba atrasado con los pagos. ¿Cómo voy a pagar si me dejan sin agua para regar?

Llegué caliente a la casa. Estaban Hilda y Gabriela, las dos siempre en mi contra, la madre y la hija. Discutimos por una pavada —un cordero que habían fiado—, pero yo me puse como loco y grité fuerte, demasiado:

—¡Bueno, carajo, a ver si me dejan de joder con estas pavadas!

—¡Siempre te dejamos de joder, papá! Siempre estamos mirando para no joderte. No vaya a ser que te molestes. Me tenés repodrida con tus gritos y tus enojos.

—Se la pasan al pedo, acá, tomando mate y hablando. ¡Mirá la chacra…! ¡Mirá! ¡Está que se viene abajo y nadie hace nada!

—No vengas a echar culpas. Nosotros no somos los culpables de tus fracasos. A mí me tenés cansada. Sos muy gritón aquí adentro, con mamá y nosotras, pero afuera te hacés el simpático con todos. Hasta con aquel atorrante que trajiste a vivir a la casilla del fondo, ¿te acordás? Porque te la das de buen tipo y lo tuyo es de todos. Lo trajiste a vivir acá con nosotros.

—¿Qué hay con eso? ¿Qué te hizo? 

—Ni cuenta te dabas, papá. No sé si no lo veías o te faltaba coraje para enfrentarlo.

—¿Qué pasó, Hilda?

—No la metas a mamá en esto. Bastante sufrió, la pobre. Por una vez hacete cargo. Tu vida es un fracaso y nos cagaste la vida a todos. Mamá se viene conmigo. Ya te lo digo. Hoy se viene conmigo a Viedma.

—¡Hijo de puta! ¡Y pensar que yo creía que te cuidaba!

—¡Claro! Te venía muy bien que me cuidara. Así tenías tiempo para hacer la revolución…

—Lo voy a matar.

—No vas a matar a nadie, papá. No vas a hacer nada. Lo sabés muy bien.

Duele la boca de tanto que aprieto los dientes. El mundo se está viniendo abajo y no puedo hacer nada. Estaba roto de antes, desde hacía mucho tiempo, y yo me estoy enterando ahora.

—Te vas, Hilda, ¿es cierto?

—Todo salió mal, Juan. Ahora quiero estar sola por un tiempo, reflexionar sobre nuestra relación, sobre qué voy a hacer con mi vida…

—¿Qué vas a hacer con tu vida? ¡Estamos por cumplir sesenta, Hilda! ¿Tenés mierda en la cabeza?

—Será eso… tendré lo que vos decís, pero me voy. Te cuesta aceptar que fracasamos. Todo se está viniendo abajo, los potreros, la casa. ¡Mirá, mirá lo que es esta cocina! Vivimos como miserables, Juan.

Basta. Se acabaron las palabras. Ya no hay tiempo para hablar. Que se vaya. 

Tomé unas grapas, la última botella. No tenía ganas de hacer nada. Me quedé bebiendo y mirando hacia afuera, al patio. Cuando caía la tarde, las ovejas se arrimaron al corral, pero no quise cerrar la tranquera. 

Después, no sé cuándo, comencé a amontonar leña debajo de la camioneta, en el cobertizo y atrás, en la cúpula, donde estaban los tanques de gas comprimido. Busqué recipientes con inflamables, kerosene, aceite quemado de los recambios, aceite nuevo. Arrimé neumáticos viejos, papeles, diarios, revistas. Fui haciendo una pila adentro y alrededor de la casa.

En la habitación de los chicos, guardábamos los cuadernos viejos, recortes de diarios, folletos de la Federación y del sindicato, fichas de la cooperativa, libros, cuadernos con poemas que nos habíamos cruzado entre Hilda y yo, juego de hace muchos años: ella escribía una página y yo le contestaba en la siguiente. No sé cuándo se cortó eso.

No podía sacarme de la cabeza lo que me había dicho Gabriela. La voz con que lo había dicho. La rabia. ¿Cómo se me pudo haber pasado una cosa así? ¿Estaba tan ciego? Un dolor cruzaba el cuerpo, como si me cortaran al medio. Ella lo gritó echándome la culpa. Le había fallado. Todo culpa mía.

Me venció el alcohol. Dormí tirado en el sillón con el televisor encendido.

Desperté por el frío a la madrugada. Fui hasta el dormitorio a buscar unas mantas. No va a quedar nada de esta porquería. Dejé todo preparado y lo voy a seguir hasta el final. No me gusta la casa vacía, sin Hilda. 

Los hijos la pusieron en mi contra. Le llenaron la cabeza. Se juntaron para hacerme frente. Ella salió hablando del día que estrellé la botella de vino contra la parrilla. Me viene con historias que pasaron hace mil años. Se van a arrepentir. Ya van a ver…

Busco la carabina y la escopeta. Con las dos tengo suficiente para parar a los bomberos si es que logran que arranque el camión. Ahora me tomo unos mates de despedida, me preparo un buen refugio en la pieza de adelante y… ¡a la mierda con todo!

La leña rociada con el gasoil comenzó a arder. El diario es lo más difícil, parece mentira. Pero en cuanto agarre el tanque de nafta y los de gas de la camioneta todo va a volar por los aires. También están las garrafas de la cocina. 

Entro y voy al cuarto de los chicos. Echo alcohol de quemar y le doy fuego. Abro la ventana. Las llamas se avivan. Corro a mi refugio, me aseguro de que el cargador de la veintidós esté completo y los dos caños de la escopeta con sus cartuchos. Todo está listo. Saco el celular. Marco el número de Gabriela. 

—¡Hola!

—Prendí fuego a la chacra. No va a quedar nada. Avisen a los bomberos que, si vienen, los voy a cagar a tiros. A ustedes también… que no venga nadie. ¡Se acabó!

Llegan los bomberos. Humareda impresionante. Paran el camión y bajan. Recelan, se ve que les pasaron el mensaje. Uno se acerca, suelta el gancho y empuja la tranquera. Apunto al faro izquierdo y tiro. Corren a esconderse detrás del tanque. 

—¡Para, loco, soy Venancio! ¡Ya está viniendo el doctor!

Le sacudo un escopetazo a la trompa del camión. Escucho soplidos, explosiones, barullo de cosas que caen. Los bomberos señalan hacia el cobertizo. Llega la ambulancia. Vienen a hablar, a ver si me convencen.

—¡Vino el doctor, loco! —grita Venancio.

No contesto. Le disparo al otro faro y corren a esconderse. No es entre nosotros que tenemos que hablar. Algo estalla en el cobertizo. Las llamas aúllan. Los ruidos del fuego desbocado. 

El médico sale de atrás de la ambulancia y se acerca. Le apunto a una pierna, pero no puedo tirar. No es con él. No es con nadie. Sigue avanzando.

—No tires, Juan, quiero que hablemos —dice.

Meto el cañón de la escopeta en la boca. Lastima el paladar. Siento el regusto de aceite y azufre. No puedo disparar. 

—Voy a entrar, Juan. 

 


  

No hay comentarios:

Publicar un comentario